A las 7.30 los móviles de televisión ya están apostados sobre la calle Bartolomé Mitre, con las gigantes antenas afloradas y los cables desplegados. A unos cien metros, sobre la misma calle, hace poco reabierta, otra sede del crimen social: cuelguan 194 pares de zapatillas. Pero hoy los cañones mediáticos apuntan a la Estación de Once.
Circula poca gente, el clima cotidiano está enrarecido y hasta los chalecos naranjas de los oficiales, que abundan por encima de la media, parecen nerviosos. Una veintena de cámaras apuntan hacia el andén N°2, ubicadas pocos metros atrás de los molinetes, en un ademán fusilador. Los andenes 1, 2 y 3 permanecen bloqueados, recién el N°4 recibe y despide pasajeros, que observan mudos. Los trabajadores del Sarmiento, además de su uniforme celestiblanco, están en silencio. Todos llevan puesta una escarapela de luto.
Son las 7.45, cámaras, periodistas y policías están expectantes. De a poco empiezan a llegar los familiares de las víctimas, y unos más tímidos que otros, cruzan los molinetes. Ellos solos, nadie más. Se agrupan al pie de las vías. Algunos colegas se acercan, apoyan el grabador y los entrevistan. A nosotros nos da vergüenza. ¿Qué le vamos a preguntar? ¿Qué queremos que digan? En eso una de las familiares se ubica al lado de los molinetes del andén N°2 y apoya en el suelo rosas rojas. Contiene el llanto, las manos le tiemblan. En pocos minutos forma un arco con 51 rosas. En el centro deja caer el simbólico cartel rojo, blanco y negro: “Ju5t1cia por las víctimas de la Tragedia de Once”.
Los familiares siguen llegando. Se saludan, la pena los une más fuerte que la sangre. Juntos, van hacia un mural con 51 corazones engarzados, al lado de la panchería “El Fénix”, donde un par de empleados empiezan la faena diaria. El mural dice “En honor a la vida”. Ahí los familiares también dejan flores. Nosotros, mientras, seguimos tras los molinetes. “Disculpe amigo, somos de la prensa peruana, ¿tiene idea cómo va a ser el croquis del acto? Recién llegamos y nadie nos ha dicho nada…”, nos preguntan dos periodistas peruanos de Prensa TV, un hombre y una mujer. “No, la verdad no sabría decirte, a las 8.32 va a sonar una sirena, eso seguro…”, respondemos. “Ah, porque aquí murieron tres peruanos, ¿Sabes? Vinimos especialmente, vamos a ver si podemos encontrar a los familiares. Gracias hermano”, y se van.
De golpe, un movimiento de algún osado y el resto se anima: el batallón de cámaras, fotógrafos y periodistas se abalanza y salta los molinetes para posicionarse cerca de las vías. El arco con las 51 rosas rojas al pie de los molinetes, ese que ha confeccionado con paciencia y devoción la familiar, es destruido por una veintena de cables negros y rojos que nada saben de respeto.
El andén N°2 está impecable… Adornado por pantallas digitales muy modernas, del Ministerio del Interior y Transporte. “El tren es tuyo, cuidálo”, se lee en el fulgor del led. A las 8.10 llega un tren al andén N°4. Impoluta la formación… pintura fresca, cara lavada, “Línea Sarmiento. Once”, se lee en letras blancas soberbias, en el frente del tren.
Son las 8.20. De a poco se emplazan los equipos de sonido para dar inicio el acto. Los familiares de un lado del andén y la prensa del otro. Otro detalle: el brillo alquitranado de los parachoques, al final de las vías, también enceguece la vista… ¿Por qué será tanta la pompa que nos brindan ahora los Roggio? Mientras se ultiman los detalles sonoros, María Luján Rey y Paolo Menghini, los padres de Lucas Menghini, organizan y se encargan de hacer lugar en el andén para colocar 51 velas, una al lado de la otra, casi al borde de las vías, donde más de 200 personas esperan las 8.32, tras su bandera roja, blanca y negra.
Cerca de las 8.32, empiezan a escucharse aplausos. El potente y decidido vozarrón de un padre grita “¡Justicia!” y es secundado por el resto. Graciela, madre de una de las víctimas, la joven diseñadora Tatiana Pontiroli, intenta apoyar la foto de su hija sobre el parachoques. La tienen que agarrar entre varios.
Son las 8.32. “Hace un año, aquí, comenzó la tragedia”, dice quien toma el micrófono. Y así, desde la boca del megáfono suena una sirena que hiela la sangre, que recuerda la muerte y desencadena llantos desgarradores, indescriptibles, abrazos, insultos de impotencia. Rosas rojas caen en las vías como a una tumba invisible, y al callar la sirena, se hace un minuto de silencio. “Pero un minuto de silencio que se haga oír”, dice el portador del micrófono.
Pasado el silencio, se recitan dos poemas. A las 8.46 llega otro tren al andén N°4, y los pasajeros, cerca de mil, al descender, no paran de caminar pero se unen al acto con sus aplausos. El actor Manuel Callau, lee un documento del colectivo de intelectuales Plataforma 2012. “Tenemos en claro que esta justicia hay que construirla luchando, que nadie nos va a regalar absolutamente nada, porque vivimos en una sociedad donde los poderosos arman las leyes para sí mismos (…) «No fue una fatalidad, ni un accidente, fue un crimen social largamente anunciado. El Poder Ejecutivo soslaya una y otra vez toda referencia a las víctimas. La masacre de Once expresa un modelo cuyas bases fueron sentadas con las reformas neoliberales de los ’90 y que fueron profundizadas en los últimos 10 años». Palabras irrebatibles.
Acto seguido el documento nombra una serie de funcionarios nacionales que, uno por uno, pasan por las tablas del insulto y el repudio colectivo. No están, pero desfilan el ex Secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, y sus conocidas e inefables declaraciones luego de la tragedia; el Ministro de Planificación Julio De Vido, con una obscena táctica de auto-vicitmización que concluyó con la presentación del Estado como querellante en la causa; la Ministra de Seguridad Nilda Garré, quien advirtió que Lucas Menghini “viajaba en un lugar inadecuado”; la Presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner (acaso la más repudiada de la nómina, quizá por unas recientes declaraciones que buscando componer fueron “Más hirientes que el silencio”, según los mismos familiares, al decir la mandataria “La vida es así, es alegría y tristeza, y hoy nos tocan momentos difíciles”, o comparando la larga espera de justicia, 35 años, de Estela de Carlotto con la de los familiares de la víctimas de Once, como si la espera fuese un burocrático turno del PAMI), con su inexplicable silencio y su despolitizante finta legalista “Hay que esperar la investigación judicial y luego tomar las medidas pertinentes”; a la lista de desfilantes se sumaron también los empresarios hermanos Mario Francisco Cirigliano y Sergio Claudio Cirigliano, concesionarios de TBA, que durante años recibieron subsidios millonarios, además de cinco denuncias que anunciaban la tragedia; y el ex presidente Carlos Menem, iniciador sistemático del desguace ferroviario durante los noventas. Hoy aliado gagá del gobierno en el Senado.
«Decimos que si la corrupción mata que la justicia encarcele. Acompañamos a las víctimas y tenemos nuestro compromiso de no sesgar hasta que se haga justicia y logremos un servicio eficiente para los pasajeros», dice un comunicado firmado por los trabajadores del Tren Sarmiento.
Pasadas las 9 de la mañana, toma la palabra Paolo Menghini Rey: “Durante un año esperamos un acompañamiento que nunca llegó, y ahora tenemos entre nosotros una persona que entiende que la justicia no conoce de adhesiones políticas, sino de historia, lucha y consecuencia en la búsqueda…”. Con esas palabras presenta a Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, que expresa, moderada pero categórica “No estoy de acuerdo con las palabras de ayer de la Presidenta”.
El padre de Lucas Menghini cierra con, para prevenir cooptaciones partidarias “la única bandera es la de justicia por las víctimas de la tragedia de Once».
Son casi las 9.15 cuando el acto se disuelve. Las cámaras se apagan, los trípodes se cierran, los fotógrafos ensayan sus últimas tomas, los noteros afilan los micrófonos. Los familiares se abrazan y continúan la lucha.
“Once”, “8.32”, ya, son coordenadas culturales que no se podrán evadir, símbolos populares sin dueño, que activan y activarán la memoria, la lucha y la búsqueda de justicia.
Pero esta vez, la Tragedia de Once lo deja bien claro: moralizar las cuentas bancarias de los funcionarios faltos de ética pública y zanjar la cuestión con un insulto anónimo y al aire no alcanza, es necesario comprometerse y tenerlo siempre presente: la corrupción además engendra políticas homicidas.