La sociedad es una gran cañería. Tiene un sinfín de bifurcaciones y convergencias, terminaciones para distintos usos, grifos y cloacas, bombas para mayor potencia, canillas más y menos lujosas. Cada cual sabe adónde le tocó y debería saber que los lugares nunca son fijos. Si se está del lado de la canilla dorada, es ridículo olvidar que está conectada a todo lo demás, que el sistema no funciona con una sola pieza. Pibes chorros y señoras de Palermo, con todo lo que puede haber en el medio y a los costados, son agua del mismo caño.
Hace pocos días, en el barrio de Palermo, un grupo de personas estuvo largo rato dándole patadas a un pibe que acababa de robar una cartera. Luego de eso, los medios, especialmente televisivos, se ocuparon de informar cada nuevo hecho similar generando la sensación de linchamientos en los barrios. Exageran, por supuesto. Eso no borra las patadas en Palermo, ni las de Córdoba y Rosario, entre otras.
No me gusta la palabra inclusión porque supone que hay un grupo caritativo que le hace el favor a otro minoritario. El favor de dejarlo entrar, de no lincharlo, de juzgarlo en lugar de matarlo. Podría matarte pero no lo hago es una formulación violenta. Si hubiera un Estado cuya política se dedicara a reconstruir la legalidad, que en nuestra historia tantas violaciones ha sufrido, habría menos espacio para el odio entre los extremos del caño. Silvia Bleichmar, en Violencia Social – Violencia escolar explica el concepto de legalidad con toda sencillez: “si yo pienso que es impensable robarle a mi vecino, tengo que dormir tranquila porque no se me ocurre que mi vecino me va a robar a mí”. Esto que parece tan sencillo, sufre infinidad de contingencias. Si odio a mi vecino porque tiene un auto más caro que el mío y el gobierno le da legitimidad a este sentimiento, no puedo tener certeza de dónde podrían llevarme mis pensamientos.
Legalidad no es sinónimo de igualdad. En la legalidad hay espacio para mi vecino y para mí, con todas las características que nos diferencien. La igualdad impuesta es otra forma de violencia. No somos todos iguales. Cada persona, grupo étnico, social, tiene su singularidad, sus gustos, sus necesidades. Querer igualar lo distinto se parece al ideal de un matrimonio perfecto donde ambos quieren lo mismo. Las diferencias existen, la violencia también. Legalidad es escritura indeleble en cada ciudadano de aquello que lo constituye como tal, es estructura de sociedad, límites y opciones frente a ellos. Opciones, ese es el concepto clave.
La ley del incesto es lo que funda la cultura, lo que nos diferencia de los animales. El incesto le dice al niño que con su mamá no puede. Con ella no, pero con otras sí. Esa primera prohibición cierra una puerta pero abre muchas otras. El Estado tiene la obligación de garantizar opciones, cerrar algunas puertas y ofrecer muchas otras abiertas. La pura prohibición es insoportable para cualquiera.
Demonizar al pibe chorro o a la señora de Palermo es equivalente y muy sencillo. Alcanza con identificar el mal y rechazarlo para sentirse a salvo. Robar está mal. Es cierto. ¿Pero hay opciones para un pibe que crece sin posibilidad de imaginar el futuro, en una familia donde nadie tiene la capacidad de transmitirle otra cosa que la desidia y la inmediatez de la pobreza extrema?
Crecemos en un mundo de buenos y malos, bajo el ideal de la paz. No nos enseñan que el nene que pega en la escuela es porque algo le pasa. No para justificarlo, sino para complejizar la mirada. Aunque parezca mentira, es muy frecuente (más de lo que se supone) encontrar adultos que continúan mirando la realidad con los ojos binarios de la infancia y sentimientos primarios: el pibe que pega es malo. Odiar al pibe chorro o ser excesivamente solidario (esta palabra tampoco me gusta por los mismos motivos que inclusión) esconde su verdadero propósito: mantener distancia. El que ayuda quiere seguir siendo el que puede. Mientras se mantenga ahí, corre poco riesgo de ser tocado por el agua de la pobreza o la enfermedad. Las variantes son muchas, siempre con equivalente asimetría: pobre–solidario; decente–chorro; enfermo–sano; pobre-rico; bueno–malo. Es lo mismo que creer que la grifería dorada no tiene ninguna conexión con la única canilla de agua potable de un barrio de calles de tierra. Esa necesidad de mantenerse a salvo es también producto de la falta de una cultura de ciudadanía heterogénea, compleja.
Se puede patear a alguien hasta el hartazgo si se está convencido de que con ese acto se va a terminar el problema. Algo tan primitivo como la lógica del muerto el perro se acabó la rabia. Pensar así, tranquiliza, porque no interpela a quien patea. Lo hace porque está bien, porque robar está mal. La violencia más ruidosa es la que más se ve y también la más fácil de castigar. Linchar a cualquiera es un delito. La ley lo prohíbe. No debería haber debate sobre esto. No obstante, decir delito es dar un diagnóstico. Describe la situación, no explica sus causas. Conocer las causas no justifica ni exculpa, sirve para pensar soluciones de raíz. Si un pibe roba es porque no hubo un sistema que le propusiera algo mejor. Eso no significa que no haya que juzgarlo y aplicarle la pena que indique la ley. Por supuesto que sí, pero el trabajo no termina ahí. La responsabilidad del Estado es fomentar la construcción de legalidades que configuren una sociedad que sepa convivir con lo heterogéneo, que confíe en que la educación es el mejor antídoto a robar y a pegar patadas.