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Gualeguaychú, un infierno encantador

Cómo fue el paso del «Indio» Solari por una ciudad entrerriana invadida por ricoteros.

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Cinco de febrero. Sergio Uribarri convocó a una conferencia de prensa. En las redes sociales, el rumor crecía: el “Indio” Solari tocaría en Gualeguaychú, Entre Ríos -su provincia natal- y el gobernador lo anunciaría esa tarde. En Barracas un depósito se incendiaba y derrumbaba. Morían nueve personas. Decretaban duelo nacional. Uribarri perdía su gran chance ante las cámaras nacionales.

“Pato” iba a anunciar lo que cocinó durante meses y finalmente se confirmó por internet. Con Aníbal Fernández -reconocido seguidor de Solari- como principal gestor, Gualeguaychú se convirtió en la localidad elegida para presentar “Pajaritos, bravos muchachitos”, el cuarto disco del Indio Solari y Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado. Durante la negociación, Solari relució su peso específico y puso cláusulas indiscutibles, como no abonar el impuesto al espectáculo, el 5% del valor de los $350 de cada entrada. Solari es un amo que no juega al esclavo. El Estado cedió y perdió $2.500.000: “Si no, tocaba en otro lado”, argumentó Juan José Bahilio, el intendente de Gualeguaychú. Así, además de afirmar que “la ciudad tuvo ingresos por $100.000.000”, agregó que “distribuirían lo que el Indio no abonó entre los ciudadanos”.

El Estado -a diferencia de otras épocas donde lo expulsaba, como en 1997, en Olavarría, cuando el intendente les prohibió tocar- se mueve, lo atrae, lo invita. Después, con la fiesta en marcha, se corre. Entre Ríos pondrá 1200 policías -además de los departamentales- gendarmes y agentes de tránsito. Ubicarán vallas, prohibirán la entrada de micros y combis a la ciudad hasta las ocho de la mañana del mismo sábado 12 de abril. Ese día, los casi 200.000 visitantes de todo el país duplicarán la cantidad de lugareños.

***

Hay viento, un viento húmedo y constante que aleja el humo de las papeleras de Botnia y lo cambia por humaredas con olor a ramas quemándose y chorizos asándose. Son las doce del mediodía y Gualeguaychú, de a poco, empieza a sitiarse. Los muchachos se sientan alrededor de los fueguitos: miran la carne cocinarse, se refugian del frío de abril y toman fernet en una botella de gaseosa cortada por la mitad. Al costado de cada grupo se ven banderas con alguna frase ricotera y las ciudades de origen, el DNI de cada clan. Los autos, que van desde un Volkswagen Passat hasta un Renault 12, levantan sus baúles para que Oktubre, Gulp! o Momo Sampler se escuchen más fuerte.

Hoy, la plaza se transforma en descampado: entre hamacas y juegos para chicos, las bandas preparan el ritual. Los grupos no se conocen entre sí. Pero comparten algo para toda la vida: un tatuaje, una anécdota relacionada con algún recital de los Redonditos o del Indio. En esta plaza, un pibe vestido con ropa de Newell’s se levanta de su tribu. Quiere hacer pis. Tambalea entre asados y llega hasta los pastizales que le alcanzan las rodillas: cualquier lugar con un poco de intimidad sirve de baño. En el camino, pasa delante de un grupo de hinchas de Rosario Central. Lo miran. En cualquier otro lugar se insultarían. Los canallas, sentados, levantan los brazos:

– ¡Vamo ‘lo Redó’, vamo ‘lo Redó’!

El leproso se agacha. Le convidan un trago de fernet. Se saludan. Y se sumerge en el prado.

Atrás de la plaza, sobre Artigas -uno de los accesos principales a la ciudad- los micros y combis entran en una fila interminable. Durante horas, avanzarán constantemente uno tras otro, a paso de hombre, sin parar: más de 4000 combis y 1700 micros de esos que no aprobarían ningún control de la CNRT, llevan tipos que revolean sus remeras, cantan y golpean los vidrios. Los agentes de tránsito los guían. Ellos estacionan donde pueden: Gualeguaychú es una gran playa de estacionamiento.

Hoy, la casa del carnaval se prepara para albergar el recital de rocanrol más grande de la historia. Por algunas horas será una tierra de oportunidades. María lo sabe: cocinó dos mil sanguches de milanesa. Está sentada en una reposera, en la cochera de su casa, con una reja de por medio: disfrazó su casa de proveeduría. También hizo una bandera: “Cerveza, milanesa, fernet”. Puso un tablón y los sanguches se apilan ahí como edificios en Buenos Aires. Tiene la mirada fija, la cara inexpresiva:

– ¿Les gusta que venga el Indio Solari?

– Si vendemos todo, sí. Si no, no –dice.

María no es la única en invertir en comidas y bebidas. En la Avenida del Valle, una de las avenidas principales, los visitantes –manos ocupadas con alcohol- hacen una lenta procesión hacia el hipódromo, donde será el recital. Desde los costados suenan canciones ricoteras. Algunos, al escucharlas, paran, cantan, saltan y hacen pogo. Las peluquerías venden Fernet. Una mueblería pone un tablón en la puerta y le imprime las únicas palabras que pueden convertir a los caminantes en consumidores: “Fernet y birra”. Los negocios son camaleones: los comerciantes locales aprovechan el día para conseguir plata extra. Nadie tiene un permiso para expender bebidas alcohólicas; aquellos que cocinan hamburguesas y chorizos en parrillas improvisadas en el piso tampoco recibieron la visita de bromatología. No importa: todos venden.

El dulce olor de la marihuana se impregna en el aire. Los árboles son baños. Las paredes hacen de respaldo para los que están pasados. O para los que se mandan una línea de cocaína. Los pocos policias, estáticos, los miran. No hacen nada. Las calles se llenan de botellas vacías y vasos de plástico desparramados en el suelo. Las veredas de las avenidas y todas las plazas de la ciudad mutan en campings: en el Parque de la Ciudad, hay carpas desde el lunes. El intendente, por las lluvias incesantes de esa semana, los visitó. Les llevó comida. A muchos lugareños les molestó: los turistas les tocaban las puertas de sus casas pidiéndoles comida o plata. Sin embargo, al final de la noche, la mayoría de los vendedores de ocasión tendrán sus parrillas vacías, sus baldes sin latas de cerveza y sus lonas sin remeras.

El Indio es el Leviatán que pone orden durante las tres horas que dura el concierto. Mientras, Gualeguaychú es un Estado de Naturaleza. Pero sin material para los periodistas amarillistas. No hay peleas. Ni grandes disturbios. Ni corridas. Ni insultos. Todo funciona. Lento. Pero funciona.

***

Gonzalo tiene 22 años, estudia derecho y trabaja en una fiscalía. Entra al hipódromo con la entrada intacta; entre la marea, nadie lo controló. Ve lagunas marrones por todos lados. Se resigna: mete los pies, lucha para no perder las zapatillas, se ensucia hasta las rodillas. El barro no es barro, es lodo. Es una mezcla de dos partes de agua y una de tierra; un spa para chanchos. Esquiva gente, avanza lento, calcula cada paso. El escenario está a cientos de metros. Hay pantallas gigantes desparramadas por el lugar. Un mar infinito de cabezas mira hacia adelante. No ven al Indio: está lejos.

Solari está de buen humor. Baila, se agacha, estira su brazo izquierdo y se hamaca de un lado al otro. Desafina, entra tarde a las canciones. Pero, como pocas veces, le habla a la gente. Pide silencio dos veces. Consigue cerrar 170.000 bocas. Recomienda hacerse el test de HIV: “Con algunos cócteles pueden seguir su vida normalmente”, recomienda. Y habla de los 34 años de Abuelas de Plaza de Mayo. Dice que las Abuelas de Gualeguaychú le escribieron una carta que lo emocionó. Un tipo, en el público, se fastidia: “Basta de política, Indio… ¡Siempre igual!”. Otro hombre que aparenta cuarenta años, mientras sopla el humo del cigarrillo que fuma, se da vuelta:

– ¡¿Qué te molesta que haga política?! –lo increpa exacerbado.

– Eh, no, que siempre igual, siempre habla de política. Siempre un lado o el otro…

– ¡¿Y no puede hacer política?! ¿Qué carajo te importa? Todo es política, hermano. Y si te molesta, andá a votarlo a Massa.

En “To beef or not to beef”, el Indio dice que “muchos compañeros exiliados están volviendo. Al final no estamos tan mal como dicen”. Estallan los aplausos.

Solari toca 27 canciones. En la lista predominan sus temas de solista. Suben Walter Sidotti, Semilla Bucciarelli y Sergio Dawi, tres exredondos. Suena “Jijiji”. Los chicos son bombas pequeñitas. En el aire se ve polvo, un polvo que sale del lodo. Y ahí se termina: todos lo saben, nadie espera bises. La cuenta está paga. Y el pacto social cumplido.

Solari deja el escenario. Aparecen los fuegos artificiales. Todos les dan la espalda: intentan llegar a la salida concentrados en el piso, en el lodo, que es cada vez más resbaladizo.

Afuera, tardarán dos horas en llegar a sus micros. Algunos no los encontrarán. Pero volverán a reunirse, cuando, en silencio, el Indio los vuelva a llamar. Cuando el Indio, en realidad, aglutine entre sí a todos ellos.

Comments

  1. Alberto says:

    Un festival de consumo disfrazado de un show antisistema. Un tipo que desde un discurso de izquierda es lo suficientemente mezquino como para asegurarle a su público las necesidades más elementales -un piso de plástico- mientras él se lleva millones y hablá contra los egoístas y malos del capitalismo. Un cínico y una marea de imbéciles que necesitan formar parte de algo a cualquier precio.