Jorge Altamira: perfil de un eterno díscolo.
Creció en un conventillo, entre una familia muy politizada. En los ’60, no quiso agarrar las armas porque “quince tipos entrenándose no hacían la revolución”. Participó de cuatro elecciones presidenciales y jamás alcanzó el 1%. En el sufragio legislativo de octubre, el Partido Obrero consiguió el milagro: metió tres diputados en el Congreso y rozó el millón y medio de votos en todo el país. Jorge Altamira es la cabeza del milagro.
— ¿Ves, mi amor? ¡Él es Altamira, el que vemos en la televisión!
La madre le habla a su hija, que tiene dos años. La nena se esconde entre las piernas de su mamá y se aferra a su rodilla izquierda, como cuando no quiere entrar al jardín. Mira al señor: lo reconoce. No le habla, pero con la mirada fija en esos ojos celestes parece identificar al hombre de la televisión, de los afiches en la calle y las fotos en los diarios. Jorge Altamira, el político cuya cara cubre todas las esquinas de la ciudad, se agacha con la dificultad de quien tiene 71 años. En la mano derecha lleva media empanada de carne fría; la otra mitad está en su boca.
— ¡Hola! -dice con la boca llena, mientras agita la empanada, se ríe y escupe algunos restos.
Es 21 de septiembre y el día está destemplado, aún cuando hoy empieza la primavera. Está nublado, llueve y el cielo está negro, enojado, como si los capitalistas que están allá arriba quisieran boicotear la fiesta de la izquierda. Las treinta personas –militantes del Partido Obrero y vecinos- presentes en la inauguración del local en Barracas llevan bufandas. La nena, que sigue entre las piernas de su mamá, viste un gorrito de lana rosa. A Altamira le alcanza con un saco de corderoy verde oscuro y sus anteojos de armazón cuadrada.
—Somos pocos. Pero por el día, se acercó más gente de lo que pensaba.
En plena campaña electoral, a un mes del sufragio que puede llevar por primera vez diputados del Partido Obrero al Congreso Nacional, Altamira asiste a todos los eventos partidarios posibles. Y no partidarios también. En realidad, asiste a todos: si no hay entrevistas con algún medio importante, se las ingenia para ir donde sea. Es un rockero con disco nuevo: tiene la excusa para presentarse ante el público y desplegar su repertorio, que repetirá en cada discurso a lo largo del mes en cada acto: la impresionante elección en Salta, donde alcanzaron la mayoría en el concejo deliberante de la capital, la deuda externa capitalista que seguirá aumentando y la importancia de votar a la izquierda.
Hoy está en el sur de la ciudad. Los militantes ordenan el lugar, así todo luce impecable. Acomodan las sillas blancas de plástico –que no alcanzan para todos- y el póster que recuerda a Mariano Ferreyra. Prueban el micrófono: “Hola, hola… uno, dos, tres”. En la entrada hay afiches con dos caras: “Altamira diputado, Ramal –que también está en el local- legislador”. Al lado de la puerta, contra el ventanal, un tablón sobre dos caballetes ofrece libros: Trotski, la Revolución Rusa y otros escritos por Altamira. A la derecha, en la pared blanca, cuelgan distintas tapas históricas de Prensa Obrera, diario en el que él hace las editoriales desde que se fundó en 1982. Altamira ve la nueva trinchera. La recorre a paso lento, concentrado. Mira las portadas con la mano en el mentón. Las lee, las reescribe. Y se detiene en una: “De la Rúa: ajuste y devaluación; Duhalde: devaluación y ajuste”.
—Esto habla de lo que somos como agrupación política. Nos adelantamos a la historia cuando nadie lo hacía. Es nuestra trayectoria y autoridad, que es única.
La trayectoria del Partido Obrero arranca en 1964. Altamira militaba en un grupo de izquierda con trece compañeros más. Jóvenes, inseguros, buscaban su corriente política. Él los guiaba: era el más teórico del clan. Una tarde hicieron un plenario en Ingeniero Maschwitz para debatir si se volcarían a la lucha de armas para alcanzar el socialismo. Jorge viajaba sólo, convencido y feliz: iba a decirle a sus compañeros que “agarraran las armas tranquilos”, que él dejaría de militar con ellos porque no compartía el camino.
Se juntaron y todos se inclinaron hacia la posición armada. Hasta que habló Altamira. Y tuvo la mala suerte –asegura- de convencer a la mayoría: les dijo que trece tipos yéndose a entrenar con armas no hacían la revolución.
Volvió en el Mitre con la responsabilidad de empezar un proyecto político.
El proyecto creció, y en Barracas, el 21 de septiembre, 49 años después, el partido inaugura su local número treinta y tres. Alguien se le acerca y le pregunta si está listo para empezar la inauguración. Le piden una intervención, que hable. “Será breve: la idea es que hable Ramal”, dice.
Entonces preparan la escenografía: un banquito y dos luces blancas, con una pared blanca de fondo. Ramal está parado, Altamira sentado al costado, solo. Los curiosos ocupan todas las sillas; algunos están de pie. El candidato a legislador empieza su discurso. Habla de los negociados inmobiliarios de Macri y Cristina en la Ciudad, de las tomas en los colegios secundarios, del crecimiento exponencial que la izquierda tuvo en los últimos años. Altamira mira su BlackBerry. Contesta mensajes y atiende llamados. Se lleva los dedos a los labios, cruza los brazos. Vuelve a leer las tapas que están atrás de él. Mira el techo.
Aparecen los aplausos: es su turno.
Se para, pide que apaguen las luces porque lo encandilan, y se sienta en el banquito. Enrolla el micrófono en su mano derecha, como los humoristas.
Y habla: lo hace durante una hora. Y sin parar.
***
Jorge Altamira no es Jorge Altamira: es José Saúl Wermus. Nació el 13 de agosto de 1942 y es el mayor de cuatro hermanos. Creció en un conventillo en Córdoba y Anchorena. Allí dormían los seis en una habitación cuyo baño y cuya cocina estaban afuera y eran compartidos con los demás vecinos. Isaac Wermus, su papá, era obrero y delegado en la imprenta donde trabajaba. José, cuando lo acompañaba al trabajo, se dormía entre las resmas de papel.
Isaac era peronista. De carácter fuerte, discutía de política con mucha vehemencia, sobre todo en los almuerzos. José lo admiraba. A veces, en la mesa, él contestaba e intervenía contra el padre con una frase. Al otro día, los vecinos lo felicitaban.
El interés por la política apareció en la vida de Altamira al mismo tiempo que la mochila para ir a la escuela. Algunas tardes, mientras caminaba con Isaac a la casa de su abuela materna, José le pedía historias de la Segunda Guerra Mundial. Para él eran cuentitos. No los creía: “¿Los alemanes y los ingleses se entendían? No podía ser verdad”, recuerda. En esas caminatas –cuenta- formó su espíritu crítico.
Con el paso del tiempo descubrió que el papá no le mentía.
La mamá de Jorge no los acompañaba en esas caminatas. Tampoco en las discusiones en la mesa: a ella no le interesaba la política. De hecho, era hostil al socialismo. Una mañana, desafió a su hijo:
—Usted, que es socialista, empiece por hacerse la cama. Si le hago la cama yo, es un explotador. Y los socialistas lo van a odiar. Si cree en algo, cumpla con las reglas de ese algo
La frase lo golpeó como un cañonazo: entendió que debía vivir en concordancia con sus ideas.
Ahora, más de cincuenta años después, Jorge Altamira, como militante, se define como una mezcla de los dos: el dogma del padre más la actitud frente a la vida de la madre, una ama de casa que no se resignaba nunca. Ni siquiera el día que se casó, cuando llegó a su casa el telegrama del despido de su flamante esposo. Sin embargo, si viera a su hijo hoy, renegaría del cambio de nombre:
—Si mamá estuviera viva, estaría feliz, orgullosa. Pero mirá cómo son las cosas: ella habría querido que me presente como José Wermus. ¡Las amigas, en las reuniones, no le habrían podido decir cosas buenas de mí porque no me reconocerían como su hijo!
El cambio de nombre no fue una elección artística o estética. Altamira no reniega de su historia familiar: Wermus le parece un apellido “espectacular” y su hijo, Fernando, lo lleva. Pero cuando llegó la dictadura de Jorge Rafael Videla y la actividad política se sumergió a la clandestinidad, Política Obrera funcionaba con una revista furtiva (que luego sería “Prensa Obrera”) que llevaba ese nombre y Wermus dirigía. La revista, más que una simple publicación, era un proyecto político. Durante quince años, firmó sus artículos con seudónimos que no recuerda: “Ponía cualquier cosa. Hasta nombres de mujer. No me fijaba en eso”.
Un día, en un cierre, le dijeron que había olvidado firmar su nota. José se acordó de Minguito. Fue una ráfaga: Juan Carlos Altavista apareció en su cabeza. No quería copiarlo. Entonces firmó como Jorge Altamira. Ahí decidió que debía conservar el nombre de fantasía como símbolo de una lucha política y una identificación militante. Que ese nombre marcaba el comienzo de una trayectoria.
Pasó la dictadura siendo Jorge Altamira y llegó el momento de presentarse a sus primeras elecciones presidenciales, en 1989. En el partido, como cada decisión importante, se debatió masivamente qué hacer con su nombre. Definieron que Altamira representaba el ideal político de Wermus. Lo reivindicaba. Una jueza electoral le permitió no ser él en las boletas. Y Jorge Altamira sacó 30.000 votos en todo el país.
***
Ismael Bermúdez trabaja en Clarín. Es periodista y se especializa en Economía. Es hermano de Jorge Altamira: es otro Wermus transformado.
Dice que se llevan bien. Pero no quiere hablar del hermano.
Luis Favre fue fundador del PT en Brasil. Se cambió el nombre: es también hermano de Jorge Altamira.
Hace 45 años se fue de Argentina, y ahora vive en Perú: es asesor de Ollanta Humala.
No quiere hablar del hermano.
***
Lucrecia Bullrich salió de Bouchard 557: quería aprovechar el día soleado para almorzar afuera. Salió tranquila porque en la redacción de La Nación el 20 de octubre del 2010 había empezado sin sobresaltos: en política, su sección, no se esperaba nada en particular.
Hasta que volvió a la redacción. La primera imagen, al entrar, fue la pantalla de C5N: “Caos en una manifestación de empleados ferroviarios”. Se sentó, tomó aire: tenía que escribir en LaNacion.com. Pero no sabía qué estaba pasando, por qué cortaban las vías del Roca, ni que en esa línea existían trabajadores en situación precarizada. El conflicto le resultaba desconocido. Por eso no sacaba los ojos de la pantalla. Escuchó un dato: “Los manifestantes son del Partido Obrero”.
Levantó el teléfono. Llamó a Marcelo Ramal, dirigente del partido.
— ¿Viste lo que pasó en las vías? – le preguntó
—Sí. Hay una marcha porque están reclamando por la situación de los terciarizados. Sabíamos que podía haber algún tipo de emboscada de parte de Unión Ferroviaria. Hay heridos. No sé nada más.
Lucrecia cortó. Diez minutos después, C5N anunciaba que podría haber un muerto. Y que el muerto sería militante del Partido Obrero. Lucrecia quería chequear la información. Volvió a llamar a Ramal. Asustado, avisó: “Sí, puede ser: creemos que se llama Mariano Ferreyra”.
Ella quería doble confirmación. Y llamó a Jorge Altamira.
Altamira estaba en un local en Ayacucho y Corrientes, escribiendo. Sonó su teléfono: Lucrecia Bullrich.
Le preguntó si era cierto que había un muerto en la manifestación ferroviaria. Altamira no entendía de qué manifestación le hablaba. Lucrecia le contó lo que sabía: podría haber muerto un militante llamado Mariano. Y cortó. La charla no duró más de dos minutos.
Hablar con Altamira a Lucrecia no le sirvió de nada.
A Altamira le cambió el día. Lucrecia acababa de darle una noticia escalofriante y él empezó a hacerse preguntas: “¿Una marcha contra los ferroviarios? ¿Y mataron a un compañero? ¿Cómo puede ser?”
Agarró el saco. Salió a la calle. En el camino entró a un bar: vió la transmisión de C5N. Se quedó parado, inmóvil, como si su pesadilla fuera televisada. Miró la pantalla y entendió todo: las imágenes se le metieron en la cabeza, en la conciencia: nada de lo que le explicarán después serviría para cambiar esa sensación que corría por el cuerpo de Altamira. Hacía calor y él sentía el frío. La bronca, la rabia y la sensación de impunidad viajaban por las venas: había muerto un compañero que él no conocía. Pero que creía en lo mismo.
Desorbitado, llamó a Marcelo Ramal, quien ratificó la noticia. Llegó a Corrientes y Callao. Un pequeño grupo de personas se manifestaba por el ya confirmado asesinato. Tomó las riendas y atendió a los medios radiales. Usó las imágenes que acababa de ver en el bar para explicar qué pasó.
Al otro día, convocaría a una marcha al Congreso para reclamar justicia. Una semana después, Néstor Kirchner fallecería: Cristina Fernández, años más tarde, contaría que “la bala que mató a Ferreyra rozó el corazón de Néstor”.
Altamira está cansado de esa respuesta: quiere saber qué sintió ella.
Desde ese 20 de octubre, la cara de Mariano Ferreyra se transformó en bandera, en mural, en canción. Altamira marcha y encabeza actos para recordar los aniversarios de su muerte. José Pedraza, dirigente sindical ferroviario, a raíz de esto, se transformó en su enemigo público. Lo ataca en todos los discursos y entrevistas.
Pedraza está preso.
***
Corrientes y Callao. Faltan diecisiete días para las elecciones. Un hombre de treinta años, vestido de saco y corbata, con un maletín y lentes oscuros, se acerca a la mesa del Partido Obrero. Quiere hablar con Altamira. Discuten de economía y las crisis capitalistas:
—Jorge, ¿con cuál de todos los países del mundo te identificás? –pregunta
—Con ninguno: hay que empezar todo de nuevo -contesta.
***
El Partido Obrero se caracteriza por su fuerte militancia territorial. La sostienen jóvenes que visten remeras con la cara de Mariano Ferreyra o chombas rojas que dicen “Partido Obrero” en un amarillo chillón pero gastado. Que se peinan raro: rapado a los costados, crestas, pelos largos y enrulados. Que calzan zapatillas de lona o borcegos. Y que, así, recorren los pasillos de la Universidad de Buenos Aires, las villas, las calles. En la campaña para las elecciones legislativas, los “trotskos” –como los llaman en el ambiente universitario- pusieron mesas rojas y afiches partidarios en todas las esquinas céntricas de Buenos Aires. Ahí, con afiches en mano, buscaban relucir su alta capacidad dialéctica: si vivís en un departamento, un trotsko es capaz de venderte un molino de viento.
Diego Rojas también le atribuye esa virtud. Rojas es periodista, simpatizante del partido y amigo de Altamira. Dice que él –Altamira- fue uno de sus mentores ideológicos. Destaca su capacidad discursiva: “Con las ideas, es un seductor. Las enlaza y lleva hacia puntos razonables”.
En la campaña, Altamira se abocó a usar su habilidad para ganar votantes. Caminó los barrios porteños, presentó libros, fue a una charla de la escuela de periodismo TEA y visitó todos los canales de televisión. Cada vez que va a un programa, tiene una costumbre: pregunta por el rating. Como en la previa de las PASO, cuando fue al programa de Baby Etchecopar, en C5N. Durante media hora, Etchecopar logró sacarle el chip de las elecciones: hablaron de la infancia, los gustos de Jorge, la vida. Terminó el programa. La productora bajó corriendo del control:
— ¡Le ganamos a TN! — gritaba.
Era la primera vez que el “Ángel de la medianoche” lo hacía.
—Genero mucha simpatía en la gente. Eso a otros les molesta —manifiesta Altamira.
Esa simpatía la aplica para convencer a los votantes. A una señora en la calle, un empleado, un operario de fábrica, un estudiante de periodismo o un kiosquero, los mira como lo que son: posibles votantes del Partido Obrero. Por eso, además de hablar de crisis económicas y negociados de Macri, les guiña el ojo y les saca la lengua, les sonríe con su sonrisa despreocupada a las mujeres mayores –cholulas- que lo saludan; y a los trabajadores de oficina que lo provocan y les afirman que “la izquierda fracasó”, los calla rotundamente: “No hay opción mejor que el Partido Obrero”.
Se saca fotos con quien le pida, no importa dónde esté. Antes de posar, se quita los lentes oscuros porque no le gusta parecer camuflado, y se abrocha el saco. Sonríe: muestra los dientes. Y dice:
—No importa si no me van a votar: yo no puedo perderme un voto por parecer antipático.
Cuando termina la actividad, si es de día, Jorge Altamira se sube a un colectivo para volver a su casa porque cree que “es lo más rápido”. Si le dejan el asiento, le molesta:
—No me gusta que lo den porque me ven viejo –dice
Por eso, cuando en la fila de la línea “12” un hombre de unos cincuenta años le dice suavemente que parece más joven que en la televisión y le destaca “el lindo cutis que tiene”, Altamira sonríe y agradece.
El “12” lo deja en Plaza Italia, cerca de su casa. Altamira vive solo en un departamento con dos habitaciones: en una duerme y en la otra trabaja. La segunda es un cementerio de libros, cuyos títulos están en los cinco idiomas que habla (portugués, francés, hebreo, inglés y, por supuesto, español), papeles y diarios viejos. No deja entrar periodistas ni fotógrafos. Por eso, para recibirlos más cómodo, se quiere mudar.
Por ese desorden, cuenta, no podría vivir con nadie.
Jorge Altamira se divorció dos veces.
***
Jorge Altamira maneja su Twitter, una de las herramientas que más lo alzaron a la popularidad. Una mañana le sonó su teléfono. Eran de la producción del programa de Jorge Rial. Al aire, en una transición junto a Gustavo Sylvestre, estaban hablando de él, del Partido y de la campaña para pasar las elecciones ejecutivas primarias del 2011, donde pedían el voto para pasar el umbral de 150.000 y acceder a las definitivas de octubre.
— ¿Te parece que pidamos “Un milagro para Altamira en Twitter”? – preguntó Rial
—Yo no creo en los milagros, pero no tengo problema- contestó Altamira.
El hashtag #UnMilagroParaAltamira llegó a ser TT mundial.
Adriana Amado, especialista en el estudio de campañas políticas, cree que ese factor no fue fundamental para el crecimiento del Partido. Pero que, sin embargo, Altamira supo, además de contar con un gran apoyo de base y aparecer mediáticamente hablando de ciertos reclamos sociales –piezas fundamentales para Amado-, tener la inteligencia para montarse sobre la mediatización (una postura no tradicional de las izquierdas) y utilizar esa visibilidad que consiguió para mostrar un discurso coherente, una buena presencia y los atributos de una persona confiable. Para Amado, “aprovechó la mediatización para seguir siendo el mismo”.
***
Mitre 2162. Una casona antigua. Grande. Una casona es el local central del Partido Obrero. Hoy es 27 de octubre, y el Frente de Izquierda (compuesto por el Partido Obrero, el PTS e Izquierda Socialista) decidió usarlo como bunker para esperar los resultados de las elecciones, atender al periodismo y recibir conocidos, familiares y amigos de los integrantes de la lista.
La casa tiene dos plantas. En la baja hay pisos de madera, prolijas terminaciones de flores en las paredes, escaleras amplias. Mucha gente parada con vasos en sus manos habla de política y economía. Ríen exageradamente. Los tipos podrían estar vestidos con sacos, galeras y bastones; las mujeres con vestidos largos y zapatos sofisticados: la imagen podría ilustrar una reunión de notables de la Europa del siglo 18. Los celulares, las cámaras de fotos y las zapatillas son los elementos que nos traen a este tiempo. Y Néstor Pitrola, primer candidato a Diputado Nacional por la Provincia de Buenos Aires, es la atracción de todos los flashes.
En la planta alta está la sala de prensa: cuatro mesas y algunas sillas, en otro salón amplio. Las paredes blancas están despintadas, el aire acondicionado –de los viejos- cubierto de pelusas y polvo. Sobre una de las mesas, un termo que dice café, algún sánguche de miga y brownies caseros. Periodistas jóvenes, independientes y de radios chicas: todos con iPads, computadoras y celulares. Aparece “Chipi” Castillo, primer candidato a diputado provincial por la Provincia de Buenos Aires. Habla con todos los periodistas, uno por uno, siempre con una sonrisa. Le suena el teléfono: atiende.
—¿En serio? ¡Qué buena noticia me estás dando, che! No sabés cuánto te agradezco – se entusiasma Castillo.
Corta.
Curiosos, los periodistas se le acercan. Preguntan novedades: son las 19:30 y necesitan números. “Chipi” se los da:
—Una mesa de Tigre, 7.1%; una en Moreno 6.1%; otra de Tigre 8,5%.
Jorge Altamira todavía no se muestra.
A las 20:00 Pitrola empieza a atender a las primeras cámaras de televisión: ya sabe que el 10 de diciembre entrará a la cámara de Diputados. Afuera hay diez militantes que se enteran de los resultados mediante un proyector que muestra TN. Jorge Altamira abre una puerta. Sale de una reunión en silencio, cabizbajo, sin hablar con nadie. No sonríe, no guiña el ojo ni saca la lengua. Se mete en un pasillo. Desaparece. Nadie lo nota.
Maura, su prensera, la persona que lo llama todas las mañanas para recordarle qué actividades tiene a lo largo del día, lo busca. En realidad, los periodistas lo reclaman: él, la cabeza del partido, el intelectual, la figura, no habló con nadie. Dicen que entró a otra reunión.
21:07 aparece Florencio Randazzo en todas las pantallas del bunker. Se escuchan algunas voces. Todas piden silencio. Lo consiguen. El Ministro del Interior anuncia las tres primeras listas por provincia. Cada vez que menciona al Frente de Izquierda –o al Partido Obrero- se escuchan gritos, estallidos: en la puerta los militantes se multiplicaron por 30.
Pitrola está con su familia, Castillo con sus compañeros de militancia.
Altamira todavía no se muestra.
***
La escena podría estar protagonizada por Mick Jagger: un pasillo angosto atestado por periodistas y curiosos que hacen fila para decirle algo, dos jefas de prensa que lo cubren, y él, sólo, en el fondo hablando por teléfono con alguna radio desde algún celular que alguien le dio y él no sabe quién. Él es Jorge Altamira.
Pasaron más de veinte minutos desde que Randazzo anunció los resultados oficiales. Ya son tres –y esos serán- los diputados que el Frente de Izquierda metió en el Congreso Nacional, además de conseguir diputados provinciales en diez provincias. Desde hace veinte minutos confirmaron las expectativas traídas desde el comienzo de la campaña: es la elección más importante de la historia del Partido Obrero.
Altamira no estará en el parlamento.
Entonces, sí: es momento de sentarse frente a los micrófonos y decirle algo a las cámaras, a los familiares, a los conocidos. Él se sienta en el medio de la fila de micrófonos, en el centro de la escena. Dice las primeras palabras. Habla de un salto histórico, de una noche histórica, del crecimiento que tiene el partido. Le sigue Pitrola. Altamira acompaña las palabras de su compañero con gesticulaciones, como si el que expusiera fuese él. Se abrazan: condensan en ese abrazo fraternal y sincero la lucha de décadas, la emoción de meter al partido por primera vez al Congreso. Luego es el turno de Castillo, cabeza del PTS. Altamira se queda quieto, se lleva el dedo al labio y pierde la mirada.
Un rato después, pasadas las diez de la noche, las figuras de la noche aparecerán en un balcón, de cara a los más de cuatrocientos militantes que con bombos y banderas transforman a la calle Bartolomé Mitre en una especie de micro Plaza Roja de Moscú. Repetirán el discurso, aunque con una carga emocional mayor. Abajo, los militantes cantarán: “Frente de Izquierda, patrones a la mierda”.
Altamira, por primera vez en la noche, sonríe.
***
Altamira esperaba ansioso el final de la campaña, incluso más que la llegada del día de las elecciones. Quería descansar, volver sobre sus artículos periodísticos y sus lecturas. Pero especialmente retomar su actividad física: aunque dejó los aparatos y ya no juega al fútbol o al básquet como supo hacerlo, corre por Palermo varias mañanas a la semana, antes de empezar la rutina laboral.
—Si entro al Congreso, no voy a poder salir a correr. Cuando me di cuenta, me pregunté: “¿Cómo es la cosa? ¿Querés entrar al Congreso o salir a correr?” – dice.
Para después de las elecciones, lo invitaron al festival de cine de Mar del Plata, lugar al que no va hace veinte años. El último verano lo pasó en San Miguel del Monte, a cien kilómetros de Buenos Aires. Alguna vez estuvo en Brasil. Y tres veces en Punta del Este: nunca se quedó más de dos días.
Sin embargo, él tiene en su cabeza el viaje de sus sueños.
—Ir a los Estados Unidos de Norteamérica, absolutamente. No me queda ninguna duda: es el país más desarrollado del mundo. Sueño con conocer California: tener plata, tiempo, agarrar un auto y recorrer el país entero.
Altamira responde con los brazos arriba, la cabeza tirada atrás y una sonrisa que respalda la seguridad de sus palabras. En la mesa, cerrado con el señalador en la mitad, hay un libro de Silvia Mercado: “El inventor del peronismo: Raúl Apold, el cerebro oculto que cambió la política argentina”.
Segundos después, su mirada se pierde, otra vez. Se lleva los dedos a los labios, fija los ojos en el celular. Está debatiendo en Twitter con la periodista Cristina Pérez. Busca las respuestas en el techo. El mozo viene y se lleva las tazas de café. Y Altamira no se entera.
Me pareció una nota hermosa, muy romántica; comparto muchas ideas de José Wermur, no algunas acciones, y me parece que se quedó en el tiempo; el mundo ya no es más el de los 60, el futuro de esos años es hoy, y no podemos seguir pensando las ideas pasadas. Me pregunto, no hay pensadores de hoy que piensen en mañana y no en ayer? país nostálgico si los hay. Opino que los «viejos» estamos impidiendo crear a los jóvenes ( no mocosos), no corriéndonos de lugar y ocupando el lugar de los sabios.