A las ocho veintidós de la mañana estoy en el andén uno de la estación de Once. Faltan diez minutos para que empiece el acto. No sé bien de qué se trata pero esta mañana quiero ser parte. Somos pocos. Se hacen presentes más: familiares, amigos, víctimas (sobrevivientes). Veo muletas. Mutilados. Usuarios del servicio que recién llegan o se van pero se acercan. Prensa. Se agrupan delante de un mural que tiene el nombre de las cincuenta y un víctimas de la tragedia que pasó justo acá el veintidós de febrero del año pasado. Se disponen en semicírculo y delante suyo apoyan los trípodes de las cámaras. En el andén dos, justo enfrente, llega una formación. Se ve vieja, pésimamente mantenida. Me pongo nervioso. Parece una cargada. Realmente parece una cargada. El acto todavía no empezó y la imagen es muy violenta: a la vista de ellos (a la vista de nosotros) llega un tren que se ve exactamente igual al que terminó con la vida de cincuenta y uno de los suyos. Como si fuera el libro de una novela negra o el guión de una película mala. Murmullan. Nadie lo puede creer. Las primeras palabras que se escuchan por el micrófono son estas: “Queremos que vean el tren. Este es otro de los logros del ministro Randazzo”. Sutil burla hacia gobiernos que malogran todo lo que tocan, como si fuera una maldición de la que no pueden escapar. Camarógrafos y fotógrafos se dan vuelta, están azorados, registran la imagen. A las ocho treinta y dos empieza a sonar la sirena de un megáfono. El ruido que estalla en medio del silencio es casi ensordecedor, molesta. Incomoda. Siento angustia. Veo las caras de los que están parados, sostén de carteles y fotos de sus muertos. Esta gente tiene ojeras. Esta gente no durmió. Sigue la sirena. Aumenta la angustia. Pasa un minuto. Empiezan a leer el comunicado. Proyectos en el Congreso de ayuda a damnificados que son evadidos inescrupulosamente, propuesta de una comisión bicameral de control de obras que nunca existió. Entregas de sumas de dinero y pedidos de rendiciones de cuentas. Paradoja del momento, tensión insoportable: son ellos los que deben dar explicaciones. Funcionarios todavía en sus funciones y exfuncionarios procesados que están libres, como si acá no hubiera pasado nada, como si no hubieran tenido nada que ver. Prófugos de su propia vergüenza, presos de la deshonra. A pesar de todo la convicción, la fuerza. Castelar. Ojos llorosos. Impunidad. Hace mucho frío y las manos sin guantes que sujetan fotos no les tiemblan. Dos grados de sensación térmica no pueden con el ardor del reclamo. No es poética: es lo que se ve, descripción de un dolor que hirviendo en la sangre descongela dedos y caras y articula imparables exigencias de justicia. Acto colectivo que intenta soportar la intensidad que un solo cuerpo, dos, tres, muchos, no pueden. Furia por hacer justicia. Darán pelea. Y en los tribunales. Y tienen pruebas. Y la van a pagar. Ladrones. Cómplices. Por los muertos y los heridos. Algún día serán condenados. ¿Algún día serán condenados? Terminan de hablar. Aplauden. Aplaudo para hacer más ruido de lo irrepresentable que me aturde la cabeza. ¡Justicia por los muertos de Once! ¡Justicia! ¡Justicia! Inmóvil, me tengo que ir a trabajar. Hoy se cumplen diecisiete meses de aquél día funesto. Diecisiete no pareciera ser un número atractivo para recordar. Pero en un mes se cumple un año y medio. Dicen que esperan que en agosto seamos los que estamos ahora y algunos más. Yo no sé si voy a poder. No sé si voy a poder.