Felicitaciones a toda nuestra elite política, especialmente al gobierno. Han logrado confundir a la sociedad. Si se habían propuesto generar un debate esquizofrénico, carente de seriedad, y crecientemente destructivo sobre la reforma judicial, han cumplido su cometido.
Que la justicia anda mal, no es novedad. Juicios interminables, congestión procesal, escaso acceso a la justicia, falta de transparencia, y una ineficiencia escandalosa en las investigaciones por corrupción, son los problemas más visibles para una ciudadanía que según las encuestas tiene un bajo nivel de confianza en el sistema judicial.
El reciente intento de “democratización de la justicia” no fue más que un plan del gobierno con la única intención de debilitar a sectores específicos del poder judicial, puntualmente las asociaciones de magistrados tradicionales y la Corte Suprema. Sin embargo, dicha iniciativa no prosperó ya que el máximo tribunal -valiéndose de la celeridad que le proporciona el per saltum instaurado en 2012 a instancias del mismísimo oficialismo- destruyó la piedra angular del proyecto al declarar la inconstitucionalidad de la elección popular de jueces y demás integrantes del Consejo de la Magistratura.
Hay que decirlo con todas las letras: el proyecto del gobierno no democratizaba en nada al sistema de justicia. Más allá de los límites constitucionales que el oficialismo parecía infantilmente ignorar, ninguno de los proyectos era un avance decisivo en materia de democratización, ni mucho menos en atacar los problemas centrales del poder judicial desde la óptica de la ciudadanía. El verdadero objetivo del gobierno era asegurarse una rápida y efectiva implementación de la Ley de Medios una vez que la Corte Suprema dictara su fallo. La reforma a las cautelares le permitía eventualmente impedir que hubieran nuevas medidas judiciales que paralizasen el proceso de implementación de la citada ley y los cambios en el Consejo de la Magistratura le aseguraban al gobierno la capacidad de sancionar a cualquier juez que osase paralizar el desguace del grupo Clarín.
La frustrada reforma propuesta por el gobierno tuvo sin embargo efectos positivos. Por una lado, le dio la oportunidad a la Corte Suprema de reafirmar su autoridad institucional, sirviéndole en bandeja la oportunidad de dictar un fallo en un tema clave que tenía en vilo a la sociedad. Por otro lado, sirvió para aglutinar en Justicia Legítima a valiosos sectores del poder judicial y la academia que desde hace tiempo proponían reformas muy necesarias pero cuya voz no tenía una presencia efectiva. Aunque sus aportes finalmente casi no tuvieron incidencia en el paquete de reformas enviadas al Congreso y más allá de la controvertida estética política y comunicacional de sus líderes, debe reconocerse que en caso de consolidarse dicho espacio le aportará oxígeno a un debate interno -hasta ahora inexistente- en el sistema de justicia sobre la necesidad de avanzar con reformas que no solo traigan mayor transparencia y legitimidad a la labor judicial sino que solucionen los apremiantes problemas del servicio de justicia.
Pasado el temblor, el gobierno parece dispuesto a redoblar la apuesta y a confundir un poco más a la sociedad. El problema ya no es la ineficiencia y falta de legitimidad democrática del Consejo de la Magistratura, el diagnóstico ha cambiado. Ahora el problema es la Corte Suprema. Resulta imperioso modificar su funcionamiento y atribuciones. El Senador oficialista Marcelo Fuentes ha propuesto crear un tribunal constitucional. Zaffaroni avaló esta iniciativa, al igual que otras tendientes a modificar la Corte Suprema: meses atrás sugirió ampliar la Corte Suprema de 7 a 19 jueces.
Tanto Fuentes como Zaffaroni proponen reformar nada menos que el rol y las funciones del órgano máximo del poder judicial. Sin embargo, la deliberación es precaria. Se lanzan ideas a la ligera, se proponen reformas y contrarreformas, todo con escasa profundidad y sin un contexto que le brinde una mínima seriedad a la discusión. Incluso el propio Zaffaroni, un jurista notable y destacado integrante de la Corte Suprema, con sus recurrentes declaraciones a los medios no hace sino debilitar un debate responsable y sostenido, que sea además viable y que eventualmente pueda informar y educar a la ciudadanía sobre los temas clave que deberían ser objeto de una reforma judicial. Si vamos a debatir, hagámoslo seriamente.
Todo esto es un ejemplo más de la volatilidad y espasticidad del debate público sobre el sistema de justicia. Lamentablemente algo similar ocurre con todas las políticas públicas: educación, transporte, energía, salud, protección social, etc. Si se pretende discutir seriamente sobre justicia, sobre la necesidad de mejorar la calidad institucional, de fortalecer las instituciones democráticas de nuestro país, será imperativo encontrar otros canales, otros códigos, otros compromisos. De lo contrario, se corre el riesgo no solo de confundir aún más a la población, sino -más preocupante aún- de terminar generando una apatía social extrema por estos temas. No es difícil adivinar quien gana y quien pierde cuando los ciudadanos pierden interés y compromiso cívico con la reforma de las instituciones.
*Especialista en justicia y transparencia, PhD en Ciencia Política (University of Oxford)