El 2 de abril abandonamos el largo sendero de la diplomacia para recuperar las Malvinas con las armas.
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El vergonzoso aplauso que la Plaza de Mayo le brindó a Galtieri develó la tácita aceptación social de la violencia y de la muerte para resolver nuestros conflictos políticos.
Los debates irresueltos sobre el terrorismo guerrillero y el terrorismo de Estado esconden un tema más profundo: no se condena a la violencia política como incompatible con nuestro modelo de convivencia. Este tema no extirpado de nuestra conciencia social, tiene y tendrá desgraciadas repercusiones, si no lo rechazamos de pleno.
En Argentina, la muerte no ha perdido sus fueros y muchos aún la celebran. Desde los sesenta, del guevarismo a Tacuara, del ERP a Montoneros, ambas riberas ideológicas avalaron atentados y asesinatos como herramientas legítimas, heroicas e irremediables de la lucha política. Como anotara Galeano: «de la misma fuente salieron las viudas de Hitler y los devotos de Perón, Mao y Fidel». Guerrilleros y militares compartieron la fe en la muerte y el desprecio de la vida. Una elección que no era fatal, que no se imponía como la única opción moral cuando ya entraban a la historia los mensajes de vida de Gandhi y de Martin Luther King.
Aún en las autocríticas actuales de la violencia subsiste el huevo de la serpiente. Cuando se indica que las organizaciones guerrilleras deberían haber abandonado la lucha armada tras la elección de Cámpora, o que volvieron a la clandestinidad tras la Plaza de los imberbes y estúpidos: ¿Se justifican entonces las muertes anteriores?
Si se legitima la violencia como método político, si la vida es un derecho subordinado, la insensibilidad cundirá, cual plaga. De aprobar intelectualmente la defensa de ideas con balas, nos mantendremos pasivos ante otras muertes, cotidianas y banalizadas, como las que el fútbol nos depara semanalmente, las víctimas de sicarios y dealers de droga, los baleados en reyertas sindicales, los fallecidos por abandono sanitario y desnutrición. Cuando se justifica una muerte, ninguna otra impacta de verdad.
Nuestra sociedad debe llorar las víctimas y castigar a los represores. Pero ante todo debe abortar el círculo de la muerte. Que quede claro que no aceptamos más la violencia, que le quitamos toda legitimidad política. Que construiremos memoria y futuro en el respeto a la vida. Que no es poco.
*Miembro del Club Político Argentino