Por Tobías J. Schleider (@triciclosparque)
En Roma, antes de la era de Justiniano, para saber si un individuo era capaz, por ejemplo, para contratar o votar, debía someterse a la inspectio corporis, un examen físico que determinara que ya presentaba los rasgos de la pubertad. Luego las leyes optaron por un método menos interesante pero más práctico: fijaron una edad a partir de la cual el sujeto se consideraba «púber» y, por eso, capaz para que sus actos jurídicos se tomaran por válidos. Este es el modelo que se ha reproducido a través de los siglos. En Argentina, la regla general es que somos capaces desde el día que cumplimos los dieciocho años. Esa edad es, también, la mínima exigida para emitir el voto, aunque se está proponiendo bajarla. Lograr ese cometido es problemático por varias razones: más allá de su razonabilidad o insensatez, puede llegar a ser jurídicamente dificultoso y aparejar consecuencias impensadas.
Esta claro que la capacidad que el derecho reconoce es una aptitud jurídica, no natural: se determina de manera más o menos arbitraria una edad que marca el fin de la niñez. Esto en algunos casos coincidirá con la realidad y en otros no: las leyes son generalizaciones que intentan abarcar la mayoría de las situaciones a las que se refieren, pero es lógicamente imposible que cubran todas.
De acuerdo con el artículo 37 de la Constitución Nacional, «El sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio». El Código Nacional Electoral establece que todos los ciudadanos de más de dieciocho años no inhabilitados tienen el deber de votar, y exime de esa obligación a ciertas personas en virtud de dificultades físicas (entre las que puede ubicarse la edad mayor a los setenta años), funcionales o de distancia.
Se instaló hace unas semanas la pretensión del oficialismo de bajar dos años ese límite. Frente a esto, se han esgrimido argumentos apresurados a favor y en contra. Entre los últimos se destacan los de las cuatro clases siguientes.
Primero, se sostiene que a los dieciséis años un «joven» no está capacitado para decidir de manera madura su voto. Este argumento sin el sustento de elementos de juicio sólidos es tan (poco) válido como su opuesto. En definitiva, su consistencia estará determinada por la de sus fundamentos, que no se dieron sino con cuentagotas.
Segundo, se ha dicho que parece incoherente que se exijan dieciocho años para adquirir la capacidad plena y dieciséis para votar. Que si un individuo se considerara capaz para elegir a sus representantes, debería poder celebrar contratos, casarse, adoptar, salir del país, etc. Esto claramente es discutible, pero no debería tomarse como una verdad absoluta. En efecto, hasta el dictado de la ley 26.579 en diciembre de 2009, que reformó el Código Civil, convivían las disposiciones que establecían la mayoría de edad a los veintiún años, y el voto era obligatorio desde los dieciocho.
Tercero, se afirma que tampoco sería coherente fijar la imputabilidad penal «recién» a los dieciocho años si se permitiera votar a los dieciséis. Este planteo es parecido al anterior solo en la superficie. La «capacidad penal», o «imputabilidad», se rige por pautas diferentes que la civil, no solo en cuanto a este aspecto del problema. El derecho penal es la expresión más violenta del poder del Estado y, por eso, debe limitarse a su mínima expresión. Esto podría justificar la inclusión de normas más restrictivas en cuanto a la edad de ingreso en el sistema represivo. En cualquier caso, no es una discusión que pueda zanjarse de manera liviana.
Cuarto, con mucho menos volumen que las anteriores, se ha esgrimido una crítica jurídica que puede tener cierto peso. Se insinúa que instaurar el voto a los menores de dieciocho años iría en contra de la Convención sobre los Derechos del Niño. Este tratado fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989 e incorporada al sistema jurídico argentino primero por ley (23.849) en 1990, y luego, con «jerarquía superior a las leyes», por la Constitución (artículo 75 inciso 22). La Convención, en su artículo 1, establece que «se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad». El fin de la Convención es la protección amplia de los que considera «niños». Debería debatirse, entonces, si dar el voto a los «niños» de cierta edad reforzaría los objetivos de la Convención o los violentaría. Esta no es una argumentación sencilla. A favor podría sostenerse, por ejemplo, que esto les reconocería con mayor amplitud su carácter de ciudadanos. En contra, que cargar a un menor con responsabilidades sin que estuviera, en palabras del Preámbulo de la Convención, «plenamente preparado para una vida independiente en sociedad» sería vulnerar sus derechos.
No es este el lugar para profundizar el análisis. Pero en cualquier caso, si se considerara que la Convención sobre los Derechos del Niño es una de las normas que se verían afectadas con la modificación del límite mínimo de edad para votar, no podría soslayarse que la legislatura contaría con dos caminos escarpados. Uno, desmedido y virtualmente impracticable, sería denunciar la Convención (esto es, excluirla del ordenamiento jurídico nacional). Ello exigiría la aprobación de las dos terceras partes de los miembros de cada Cámara del Congreso. El otro, argumentar que la segunda parte del artículo 1 de la Convención establece una excepción al afirmar que la regla de los dieciocho años cede si el individuo «… en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad». En ese supuesto, debería modificarse el Código Civil, esta vez solo con más de la mitad de los votos de cada Cámara, para que la mayoría de edad se alcanzara a los dieciséis años a todos los efectos jurídicos. Ahora bien, eso aparejaría consecuencias que, tal vez, los propulsores del proyecto y sus simpatizantes no estarían dispuestos a asumir.
En definitiva, la discusión sobre si deberían modificarse las disposiciones mencionadas, y otras, para que extender el derecho (aunque tal vez no la obligación) de votar a quienes hubiera cumplido dieciséis años puede ser interesante. Si los legisladores, hoy por hoy elegidos por mayores de dieciocho años, consideraran que los argentinos tienen suficiente madurez a los dieciséis para adquirir la capacidad de voto (junto con todas las demás, o no), podrán esgrimir sus razones para demostrar que se trata de algo más que un aprovechamiento por parte del oficialismo de ciertas circunstancias que considera favorables. Pero deberían tomarse en cuenta las consecuencias que este cambio podría aparejar, que excederían en mucho al resultado de una contienda electoral.
* Doctor en Filosofía del Derecho. http://triciclosenelparque.com.ar