Un recorrido por la historia de la democracia y sus límites. La desconfianza en el electorado toma la forma de la re- reelección.
En términos históricos, el vínculo entre liberalismo, progresismo y democracia ha sido mucho menos lineal de lo que algunos suponen. Tan tardíamente como en 1870, según nos dice Pierre Rosanvallon, el socialismo francés aceptaba la inevitable función legitimante del sufragio universal, pero no estaba dispuesto a practicarlo. La causa era simple: los políticos socialistas temían, y con razón, que las masas liberadas a sus impulsos repitieran el “error” de 1848, cuando la segunda república había dejado en manos del sobrino de Napoleón el destino de los franceses.
La necesidad de limitar el ejercicio real del sufragio sólo a los “capaces” era, pues, un tema muy común en la Europa de fines del siglo XIX, y lo fue también en muchos países americanos. Derechas e izquierdas coincidían en reclamar al pueblo soberano que “supiese” diferenciar las acciones correctas de las incorrectas. Mientras las primeras apelaban al mensaje de la tradición y el patronazgo, las últimas recurrían al respaldo, no menos autoritario, de los nacientes saberes científicos. Unos y otros, sin embargo, confundían la voluntad de votar al adversario con un acto de ignorancia, una prueba de la necesidad de expandir la educación y el adoctrinamiento político.
Sólo a partir 1914, con la devastación de la Gran Guerra y la división producida por la experiencia bolchevique, amplios sectores de la izquierda europea comenzaron a realizar planteos moderados que confluían en la certeza de la democracia como el mejor medio para alcanzar el poder. En cambio, los grupos revolucionarios desafiaron esa convicción, señalaron que la democracia y la libertad eran meros engaños, y plantearon modelos políticos basados en la sustitución: la sustitución de las masas populares por el partido, primero, y del partido por su comité central, después. De hecho, estas experiencias de sustitución, que continuaron una tradición de desconfianza hacia los sectores populares, animaron varias de las más feroces experiencias totalitarias.
Estos temas rodearon, ciertamente, el debate por la sanción de la ley 8871, más conocida como Ley Sáenz Peña, que abrió hace exactamente cien años el camino para la ampliación de la ciudadanía política en el país, por el expediente de volver al voto, al mismo tiempo, universal, obligatorio y secreto. Y de nuevo fueron los socialistas, representados por Juan B. Justo, los que reclamaron al pueblo que “supiera” votar –esto es, que votara por ellos-. Con el tiempo, sin embargo, los que resultaron desencantados por la experiencia democrática fueron los conservadores. Asistieron al triunfo radical de 1916 con una mezcla de incredulidad, decepción y espanto. Nunca habían considerado seriamente la posibilidad de perder. Y fueron de nuevo los conservadores los que interrumpieron, en 1930, una experiencia democrática y plebeya que no eran capaces de asimilar. El socialismo argentino, en cambio, siguiendo sus matrices francesas, vinculadas a hombres moderados como Jean Jaurés, así como la fractura de la izquierda internacional antes comentada, gradualmente se convirtió en un integrante estable de los frentes democráticos y populares.
Ríos de sangre y dolor han corrido bajo el puente de nuestra historia desde entonces, y muchas cosas han cambiado para bien. En una nota reciente, por ejemplo, Luis Alberto Romero ha señalado con acierto que el sufragio es una de las pocas instituciones de la democracia argentina que goza de un respeto casi unánime por parte de la ciudadanía. En vista de los múltiples desencuentros de nuestra historia reciente, ello no deja de ser reconfortante. Sin embargo, en los últimos años hemos visto la expansión de ámbitos oficialistas que, sin enfrentar abiertamente la certeza ciudadana, tratan de maniobrar al máximo para que voluntad popular e intereses gobernantes coincidan. Cambios repentinos en el cronograma electoral, introducción de nuevas reglas para la habilitación de candidatos, así como una insólita insistencia en la acción pedagógica de los funcionarios electos, coincidieron con una creciente incomodidad frente a la crítica periodística y ciudadana.
La última versión de esta desconfianza es el proyecto, albergado por un sector del oficialismo, de reformar la constitución para habilitar a la actual presidente de la Nación a un tercer mandato consecutivo, y eventualmente abrir el paso a la reelección indefinida. Quienes proponen el combo reforma – reelección argumentan que nada debe impedir la expresión de la ciudadanía por un candidato, ni siquiera las normas que nos constituyen como comunidad política. Asimismo, señalan la necesidad de tal operación para conjurar el aparente peligro de una “restauración conservadora”, que podría latir en cualquier otra alternativa, incluso dentro del Frente para la Victoria. Finalmente, arguyen que la Constitución de 1994 fue de corte “neoliberal”, esto es, funcional a un modelo económico que ya ha sido superado, y que por ende debe adecuarse la norma a los cambios vividos por el país.
Aquellos que así razonan olvidan la importancia que tiene la aceptación de las normas básicas de la democracia como mecanismo de legitimación de los gobiernos y prenda de paz entre los distintos sectores sociales. A la vez, desconocen los avances logrados en materia legal precisamente en virtud de tratados internacionales incorporadas en 1994, como por ejemplo aquellas generadas en materia de derechos humanos y legislación ambiental. Asimismo, problemas como la escasa participación de las provincias en el porcentaje de los ingresos nacionales proceden menos de la norma como tal que del incumplimiento de las cláusulas transitorias que planificaron los legisladores, entre los que se encontraba la actual presidenta, para los años inmediatamente posteriores a la reforma.
Finalmente, y esto es propio de una extendida tradición política, de lo que se trata es de resolver en la arena pública una falencia interna que el peronismo arrastra hace años, tal y como es la designación de un sucesor adecuado al mandatario en curso. Pasó con Perón, pasó con Menem, pasa con Cristina Kirchner: en lugar de propender a la promoción de nuevos líderes nacionales y, más importante aún, confiar en el raciocinio del electorado para el veredicto final, quienes propugnan este tipo de solución tratan de parar el reloj de la historia, detener el tiempo y el desagradable desgaste que genera. De este modo, por paradojal que suene, los abanderados de la “profundización del cambio” devienen verdaderos conservadores avant la lettre.
Quienes, por el contrario, consideramos que la democracia es, antes que nada, una cultura de respeto y convivencia con aquellos que no piensan como nosotros, no podemos menos que sorprendernos ante la reiteración de esta voluntad tutelar por parte de fuerzas y dirigentes que se dicen y se ven a sí mismos como progresistas. Porque las verdaderas decisiones no pueden aplazarse de manera indefinida, sólo pueden diferirse por un tiempo. Y, sobre todo, porque hemos aprendido que no existe avance alguno que valga la pena defender si previamente no ha encarnado en el pueblo soberano. Eso es lo que los autoritarismos de las más diversas índoles no entenderán jamás.
* El autor es profesor de Historia en la UBA.
«Pocas cosas son tan saludables en una democracia como la alternancia política.»
Exacto la verdad que nunca mejor que los cambios Alfonsín-Menem, Menen-De La Rua y paremos acá ¿no o seguimos? la superación política argenta da envidia
Lo que la oposición no entiende es que más de los mismo pero con menos choreo no le va a funcionar -segundas partes nunca fueron buenas- pero claro las propuestas superadoras son para unos pocos
Cecilia:
Llevo muchos años de militancia, casi veinte, en distintas corrientes del peronismo. Pero en ningún caso he militado en La Cámpora o en organizaciones subsidiarias. Jamás estuve vinculado a esa organización en particular.
Por lo demás, he publicado en casi todos los periódicos argentinos menos en La Nación. Publico aquí por la gentileza de los editores, que no me pidieron un inexistente prontuario para hacerlo.
Espero que te haya gustado la nota.
Saludos cordiales,
Ezequiel Meler.
Según tengo entendido (de fuentes confiables) Ezequiel Meler es miembro de La Cámpora. Me pregunto qué hace él acá???
Muy buena nota, hago un comentario trasnochado (2:37 a.m). Creo que las idas y vueltas respecto del sufragio, descriptas aquí sobretodo en el plano histórico, también están presentes en la dimensión discursiva. No puede existir confianza plena en el pensamiento popular que sea compatible con: 1. La denuncia constante de los grandes medios de comunicación como principales adversarios -cuando el escenario de esta batalla no sería otro que el de una débil subjetividad de los destinatarios de la comunicación- 2. La utilización de conceptos como el de «sensación de inseguridad», en donde también, lo real es opuesto a lo percibido y sentido por las personas, que como en la metáfora platónica, no llegan a ver detrás de los simulacros proyectados sobre la televisión a la que están atados. 3. La manipulación de los datos estadísticos, a despecho incluso de ONGs barriales que conforman sus propios índices con fines de acceder a la información y defender sus intereses económicos -ambos, derechos humanos-. — Si se quiere encontrar verdaderos límites jurídicos al crecimiento o profundización de un modelo inclusivo, nacional y popular, se puede partir por otro lado. Por ejemplo, la ley de inversiones mineras 24.196, que entre otras cosas dice: ARTICULO 8° – Los emprendimientos mineros comprendidos en el presente régimen gozarán de estabilidad fiscal por el término de treinta (30) años contados a partir de la fecha de presentación de su estudio de factibilidad. — Si estos 30 años de estabilidad fiscal (el Estado no puede aumentar una milésima las condiciones vigentes al momento de la inversión), sancionados en 1994, no son un monumento del neoliberalismo tan combatido por las declamaciones forsterianas, o si tampoco son la piedra más angular de la seguridad jurídica, despreciada también con enérgica retórica por Axel Kicillof en la sesión del Senado por la expropiación de YPF, entonces, no sé que otra cosa pueden significar. Y derogar este tipo de normativa es mucho más fácil que reformar toda una Constitución, y es mucho más progresista a la vez. Por otro lado, el rumbo neo-liberal de nuestra legislación es reforzado constantemente, por ejemplo con la sanción de la ley anti-terrorista solicitada por el CIADI, decisión ya repudiada entre otros por el Juez Zaffaroni.
Pocas cosas son tan saludables en una democracia como la alternancia política. Lo que sucede es que estamos gobernados por quienes creen ser los salvadores universales y únicos, convencidos de que sin ellos el «modelo» se irá por la borda. Nadie es imprescindible, y menos aún insustituíble. Que alguien se los recuerde.