Por Alan Ulacia
A un año de su muerte, un homenaje al intelectual irreverente. David Viñas y su palabra.
Hace poco se cumplió un año de la muerte de David Viñas. Tenía 83 años, murió de una complicación respiratoria. Se ha dicho y escrito acerca de su obra y su implicancia, a modo de homenaje. Sus amigos y sus enemigos, sus devotos y sus detractores. De Horacio González y Noé Jitrik a Sarlo, Sebreli y Jorge Asís, por nombrar algunas coordenadas. Viñas, Viñas: una figura ineludible del escenario literario y político, argentino-latinoamericano, durante la segunda mitad del siglo XX. Tenemos aquí una oración irrebatible, con peso propio. Y poco agregaremos a nivel biografía, al menos no aquí; no obstante, tarea pendiente y necesaria a la hora de contextualizar rigurosamente una obra y una vida.
Cuando una persona muere pierde automáticamente, entre otros bienes, el don de la palabra. Si bien la obra puede seguir resonando y es de hecho pasible de posibilidades hermenéuticas múltiples y disímiles, cuando una persona muere ya no puede responder por sí misma, no puede ni asentir ni defenderse, se sienta halagado o le sangren las orejas, he aquí una obviedad. Y justo en ese momento, en sólo pocas horas, perdida esa capacidad vital, comienzan los juegos de crítica, destrucción, reapropiación, resignificación, según el caso. En el de Viñas el abismo entre la palabra viva y la hermenéutica póstuma es enorme, estridente, porque pocas veces alguien ha pensado, escrito y hablado tanto con el cuerpo.
Explicitado ya, que aquí se está hablando propiamente de una disputa, se dejan de lado las amables exequias funerarias y el endiosamiento y celebración más o menos sutil, para intentar pensar brevemente, desde el espectro Viñas, una figura que nuestro lenguaje político ha reeditado: la figura del “intelectual francotirador”. ¿Qué significaría hoy, en nuestra coyuntura actual, ser un intelectual francotirador? Mejor aún: ¿Quién nombra así a quién?
En junio del año pasado, a meses de la muerte de Viñas, el programa TVR dio a conocer un archivo fílmico del año 2000, que los encontraba a David Viñas y a Cristina Kirchner como invitados a un programa de periodismo político. “Decirles a los que no están conformes,-dice en un momento Cristina- como tantísima gente, que por favor participe donde sea, aunque sea fundando su propio partido político, pero que participe…”“Me resulta un poco panglosiana su perspectiva, ¿sabe?-interviene Viñas- Es de un optimismo… que por lo menos a mí… me desborda…” “¿Sabe qué, David? Yo tengo la obligación de ser optimista.” “Y yo tengo la obligación de ser pesimista y ser crítico.” “Porque es un intelectual crítico, pero yo soy una militante política, y quiero cambiar las cosas, y pienso que lo voy a poder hacer” “¿Y usted cree que no… que yo no?”
Al menos desde la perspectiva del firmante, este fragmento condensa, más gráficamente imposible, las claves interpretativas para abordar el problema y diseccionar la figura del hoy llamado intelectual francotirador; figura puesta en circulación y fogoneada, fundamentalmente y para ponerle nombres a las cosas, por la intelectualidad que hoy forma parte del heterogéneo colectivo, como hoy se autodefine, “kirchnerista”.
El intelectual francotirador, como buen francotirador, es por sobre todo virtuoso, es decir: sus balas son certeras y justas, es decir hacen daño; pero su condición de solitario, de huraño apátrida, su falta de sentido de pertenencia al “ejército de línea”, a la “infantería rasa”, su condición inorgánica, en fin, le quita potencia a su crítica, que al fin y al cabo no es peligrosa, hasta podríamos decir que es deseable y necesaria, para descomprimir “desde afuera” lo que la “relación de fuerzas” no permite plantear y explicitar “desde adentro”.
Es decir, y este es un mecanismo que vale y opera con opositores de “rango menor”: la legitimidad, el valor y la pertinencia de la crítica política no encuentra su valor y potencia en su contenido sino en el lugar, la posición, desde la cual la crítica se plantea. (La entrevista a Viñas que Clarín publica ansiosamente, al otro día de su muerte, esa en la que se afirma que “un intelectual no puede ser oficialista”, pierde peso, relevancia, naturalmente, por ser Clarín quien la publica). El “¿Desde dónde planteás esto vos, dónde estás parado, quién lo publica?” si bien impugna, con razón, el mito de la neutralidad de opinión, a la vez pone a prueba, desactiva o deslegitima toda crítica, toda pretensión potencial de articular otras alternativas políticas. Pero el intelectual francotirador corre otra suerte, porque es una “institución en sí misma”, su belicosidad es hasta simpática, pues emana y refleja un imaginario de “autonomía y libertad absoluta”, tan propia del francontirador, que “uno desde la política no puede permitirse.”
La libertad y margen de maniobra en tanto militante o intelectual (nótese la mutua exclusión de los términos) no existen en función del modo y los usos determinados de construcción político-discursiva del proyecto político del caso, sino que radica, en cambio, en la esencia misma de “la política”, en un ethos inmanente, en con sus tiempos, con sus lógicas. En todo caso aquí tenemos, como mínimo, un problema. Pero lo central, es que aquí se advierte a la vez cierto ademán (para utilizar el léxico corporal viñesco): para conjurar dicha encrucijada, planteada por el realmente existente binomio “responsabilidad-autonomía”, se proyecta y transfiere a un otro, un otro cuya crítica es pertinente y legítima, la figura fantasiosa de un francotirador con autonomía y libertad absolutas: pero sin patria.
Protagonizando un bemol de esta misma tonalidad, se lo ha escuchado decir al politólogo Edgardo Mocca, hoy planta permanente de 678: “Uno elige dos o tres causas: la megaminería a cielo abierto, los Qom, los trenes, y desde allí se para y amonesta…”
Viñas salía del paso desde la ironía, el humor, recursos casi olvidados en estos tiempos donde la cosa política se ha vuelto tan aburridamente seria. “Gorila no, contrera” dicen que se lo escuchaba retrucar cuando lo apuraban. O “de Zoología no sé nada” cuando lo clasificaban como simio.
Pero mucho más potente, peligroso e indeseable (también trágico) es ese: “¿Y usted cree que no, que yo no…?”