La tormenta del miércoles 4 de abril puso al desnudo la vulnerabilidad social que subsiste en el conurbano bonaerense. Plazademayo.com recorrió junto a los vecinos una de las áreas más castigadas de la zona oeste.
Para llegar al barrio Güemes, en la localidad de Moreno y ubicado casi en el límite con la vecina General Rodríguez, hay que recorrer un largo trecho por la ruta 7. Es una zona bastante agreste, donde el hacinamiento urbano comienza a disolverse en un paisaje que, unos pocos kilómetros más allá, se torna francamente rural. Prolijos barrios cerrados –con sus arcadas de ingreso que rememoran a castillos medievales, rodeados de altas ligustrinas que resguardan la intimidad de sus habitantes- se yerguen como fortalezas rodeadas por viviendas humildes de familias trabajadoras y casas quintas más o menos decadentes.
Si se avanza de la zona de los countries todo se va tornando cada vez más desolador. Árboles y postes caídos, galpones desnudos. Es sábado. Hace tres días que una tormenta, en apenas dos horas de violencia inusitada, arrasó con todo a su paso. Centenares de vecinos perdieron sus viviendas debido al temporal. Hace tres días que faltan la luz y el agua.
Las calles, en general, ya están despejadas. Los vecinos removieron rápidamente los troncos para facilitar la llegada de la ayuda estatal. Las radios locales esparcieron el anuncio de la intendencia sobre la llegada de defensa civil, médicos, ayuda. Pero ya pasaron tres días. La paciencia se agotó.
Los automóviles son detenidos por una posta policial. Cien metros más allá, se puede divisar a unas 50 personas bloqueando la ruta. Un agente franquea el paso. “Bajo su responsabilidad”, advierte. Sin embargo, la recepción en el piquete es amistosa, porque la gente tiene muchas cosas para decir. La mayoría son mujeres, niños y varios jóvenes. Los tradicionales neumáticos fueron reemplazados por las ramas que la tormenta esparció abundantemente en los alrededores.
Reclaman chapas, agua potable, alimentos, materiales para reconstruir sus viviendas. Natalia tiene 26 años y sus hijos tiene cinco, cuatro años y un bebé de ocho meses. “Los supermercados están cerrados por el miedo a los saqueos. No hay leche para los chicos. ¿Qué les voy a dar?”, dice. No hay luz en la zona desde el día de la tormenta. Sin embargo, la tarde después del desastre natural el primer grupo electrógeno enviado por la municipalidad fue a proveer de energía al elegante country del Banco Provincia.
Alejandra vive en la zona desde hace más de 40 años. “Nunca vi nada igual”, dice. Hay bronca entre los vecinos. La ayuda del municipio quedó atrapada en las redes de punteros que sustentan el dominio territorial del intendente Mariano West. Alejandra denuncia que las chapas y colchones entregados quedaron en manos de un puntero de apellido Castrilli, que respondería al secretario de Servicios Públicos local, Claudio Peretta. “Repartió todo entre la gente de su agrupación y para este lado no trajeron nada”. Sus vecinos respaldan esa información. La mujer también afirma que los muertos son muchos más que los oficialmente reconocidos. “A un vecino que venía en moto la noche de la tormenta, lo decapitó una de las chapas que salieron volando. Debajo de una casa derrumbada quedaron los cuerpos de sus cuatro integrantes. A un nene de siete años se lo llevó la corriente. Un bebé de seis meses se le fue de las manos a su mamá y no se lo encuentra”. Una vecina la corrige: “Ya lo encontraron al cuerpito”. “En la zona ya contamos doce muertos”, continúa Alejandra.
A pesar de que las cuadrillas autoorganizadas de los vecinos despejaron gran parte de los troncos caídos para facilitar la llegada del socorro que no llegó, los rastros atraviesan todavía todo el paisaje. Y no sólo el terrestre: sobre algunos árboles, se ven varias chapas de aluminio que quedaron enredadas como si fuesen hojas de papel. Es decir, se ven los techos –los techos– de varias casas reposando rotos sobre las copas verdes.
Alejandra y otra vecina acompañan a plazademayo.com para recorrer la zona. Hay mucha gente en las calles (es tarde, no hay luz, la gente sale de sus casas) y otra trabajando frenéticamente para reconstruir sus viviendas. Lo hacen a toda velocidad, para ganarle a la noche, que siempre llega. Quienes saben que no pueden iniciar ninguna reconstrucción ya que no tiene con qué hacerlo tienen, sentados en la vereda o en su jardín, la mirada apesadumbrada. Las declaraciones de los funcionarios provinciales y municipales pintan una actividad febril de asistencia a los que quedaron desamparados, aunque la recorrida desmienta esta afirmación. Tres días después de la tragedia, esta zona es un páramo. Los vecinos cuentan que los almacenes y carnicerías remataron rápidamente todos los productos perecederos, pero que, como contrapartida, el precio de las velas y los bidones de agua mineral treparon a niveles delirantes. “Un paquete de cuatro velas te lo están vendiendo a veinte pesos”. Los chatarreros salieron a recoger chapas tiradas y revenderlas. Gajes de la miseria.
En la esquina de Vidt y Chiloé, una casita de material –cuyo frente, según se puede adivinar por el color de los cimientos, estaba pintado de rosa– quedó literalmente aplastada por un árbol de gran porte que se vino debajo de cuajo. “Ahí adentro había una familia entera que quedó debajo de los escombros”. Alejandra vive a dos cuadras y cuenta que eran cuatro los miembros de esa familia.
Tampoco llega asistencia sanitaria. Una mujer, madre de siete chicos, se desplaza dificultosamente apoyándose en dos muletas. Una chapas voladoras casi le amputa un dedo del pie. “Avisaron que iban a mandar médicos, pero no vino nadie. En la farmacia me donaron la antitetánica y antibióticos. Ahora acabo de ir al hospital, pero me dicen que el dedo está muy hinchado. Hay que esperar dos días para ver si me lo amputan”. Su rostro transmite dolor. La acompaña su amiga Marcela, que viene de General Rodríguez. “De mi casa no quedó nada, así que me vine para acá para buscar refugio”.
La recorrida continúa por la escuela N°66. Uno de los gigantescos chapones del techo cae sobre el frente con la versatilidad de un pañuelo de tela. Este tipo de construcciones –presumiblemente más económicas y rápidas- se revelaron como extremadamente endebles con la tormenta. En la Plaza Güemes, un viejo árbol yace partido. “Muchas veces pedimos que lo sacaran porque ya estaba medio podrido. Mirá ahora. No mató a nadie de milagro”.
En la esquina de Ramón Falcón y El Quijote hay un pequeño revuelo. Llegó el camión cisterna del municipio, rodeado por algunos policías que exhiben armas largas. “Traen agua del diquecito, que no es potable. Ahora tampoco podemos sacar agua del pozo porque las bombas son eléctricas, pero tampoco sirve para tomar. Están contaminadas por los deshechos de la fábrica”, dice Héctor, señalando las instalaciones de Fademac, que produce membranas de PVC. Héctor vive en Moreno desde hace tres años, con su esposa y sus dos hijas. Su casa quedó desguarnecida luego de que el viento le volara las chapas. Los escombros que las aseguraban saltaron como miguitas de pan y se esparcieron por todo el lote. “Estamos durmiendo en lo de una vecina, que nos prestó una piecita que tenía en alquiler y justo le había quedado desocupada. Tuve que escaparme con las nenas saltando el alambrado en medio de la tormenta y nos refugiamos en la losa. Estamos a la buena de Dios. Me cansé de llamar al teléfono que dieron de la gobernación, pero nunca atendió nadie. Decían que estaban repartiendo chapas en la escuela y en la radio, pero fui a buscar y no repartían nada. Ayer tuve que ir a laburar para juntar una moneda. No sé cómo vamos a hacer. Dicen que Scioli recorrió las zonas afectadas, pero por acá no pasó nadie. Vi un helicóptero. En una de esas, era él”.
Roberto vive en el barrio desde hace cinco años. La noche del tornado, cuando volvió de trabajar, se encontró con un panorama desolador. Su compañera y sus cuatro chicos sentados en el centro de lo que hasta esa mañana había sido su vivienda. “Mi mujer y el más chico estaban adentro cuando se voló todo”. Su casa era de madera y chapa y carpeta de cemento. Solamente pudo rescatar un panel, que tuvo que ir a buscar a 50 metros, pero el resto quedó reducido a astillas. Otros vecinos le donaron maderas y así pudo reconstruir cuatro paredes. Solo se salvó la cocina, que mantiene a resguardo en la casa de un familiar. “Del resto, no nos quedó nada. Vinieron asistentes sociales del municipio, hicieron preguntas y se fueron. Después no apareció nadie. Yo trabajo de carnicero, en una carnicería de barrio. Hace tres días que no voy a trabajar y no cobro”.
El sol está cayendo. Pronto, el barrio se convertirá en una boca de lobo. Es vox populi que los vecinos están armados. Durante el día, la solidaridad entre vecinos para paliar la situación de los que peor la pasaron. A la noche, en cambio, rige la más estricta ley de la selva. Hubo varios saqueos en comercios y viviendas. “¿Sabés lo que es tener que quedarte en la vereda de tu casa vigilando durante la noche para ver que no saqueen? No es una sensación de miedo. Anoche se escucharon tiroteos”, cuenta Alejandra. La zona está atestada de cortes y piquetes. Los funcionarios hacen correr la bola de que la ayuda no llega por ese motivo. A esta altura, nadie les cree.
Rocío, docente de la zona, está haciendo un relevamiento barrio por barrio. “En Las Catonas y en barrio Satélite están acopiando agua y alimentos. Ahí está el Ejército custodiando. En Merlo, desaparecieron tres escuelas y un barrio entero, Pompeya. Acá en Moreno el barrio Zapiola quedó devastado”. Dice que las organizaciones sociales de la localidad se están reuniendo para ir a reclamar por la ayuda municipal que nunca llega. Más tarde, esas organizaciones le plantearían al intendente Mariano West este petitorio de reclamos:
Crear un comité de emergencia integrado por todos/as los referentes de las diferentes agrupaciones.
Centro de acopio para la distribución de insumos.
Declaración de emergencia provincial y distrital.
Declaración de emergencia sanitaria.
Listado de detenidos, fallecidos y asesinados.
Apertura de centros educativos y sanitarios para asegurar la atención a niños.
Alimentos y agua.
Transporte público gratuito para los barrios afectados.
La noche comienza a caer. Los cortes empiezan a iluminar con las llamas de las ramas caídas a los piqueteros de la tragedia. “Cuenten lo que estamos viviendo”, se despiden los vecinos. Ya de regreso, en el centro de Moreno, se encuentran los restos del pool El Trébol, un boliche enorme en el que los jóvenes se juntan –se juntaban- a hacer “la previa”. El miércoles a la noche, en la víspera del jueves santo, estaba muy concurrido. El tinglado se venció y se derrumbó sobre las mesas. Las enormes vidrieras estallaron. Nuevamente, las versiones sobre el saldo de víctimas varían. Oficialmente, se habla de dos muertos, el dueño de El Trébol y su hijo. Pero los vecinos dicen que esa noche ocho personas murieron allí. Desde ese lugar hasta la autopista median diez, quince cuadras. Desde la vía rápida la tragedia se percibe en la falta de iluminación que produce un tráfico más imprevisible. Desde la vía rápida, no se sabe que los efectos del tornado en los barrios populares de Moreno son mucho más oscuros.
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