Por Roberto Alifano
Dos escritores argentinos viajaron a Cuba invitados para participar de la XXI Feria del Libro de la ciudad de La Habana
Una gran fiesta popular del libro y la lectura
Quiso el azar que en un viaje que realicé a la República Popular China en el mes de agosto, para asistir al Festival de la Poesía que se celebra en el Tibet, conociera al escritor cubano Jesús David Curbelo; a través de este reciente y entusiasta amigo (con quien proyectamos una exposición de Borges y Neruda en la fundación que dirige en La Habana), fui invitado a la XXI Feria Internacional del Libro que se realizó entre el 9 y el 19 de febrero en la fortaleza colonial de San Carlos de La Cabaña, ubicada sobre una colina con una vista maravillosa de la ciudad, y a la que asistieron más de doscientos escritores, artistas e intelectuales de cuarenta países. Este año dedicada a las culturas del Caribe.
Bajo el lema Leer es crecer, esta auténtica “fiesta popular de la cultura” (creo que no es una hipérbole llamarla así, ya que reúne miles de personas durante todo un mes y luego recorre los pueblos del interior de la isla) rindió homenaje este año a los intelectuales cubanos Zoila Lapique, premio nacional de Ciencias Sociales 2002, y Ambrosio Fornet, premio nacional de Literatura. Me pareció acertada la idea de homenajear a dos creadores vivos, que hablaron durante la ceremonia de apertura.
En este viaje me acompañó el poeta Eduardo Kovalivker, quien participó activamente presentado su novela El informe y ofreciendo una lectura pública de sus textos con una notable concurrencia; a su vez, quien esto escribe, ofreció una charla sobre Pablo Neruda y Jorge Luis Borges. Nuestra visita se cerró con un recitado de poemas en los jardines de UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba). Agreguemos que como invitado de honor viajó nuestro Premio Nobel de la Paz, don Adolfo Pérez Esquivel.
La asidua reverencia que todas las ferias del libro que se realizan en el mundo dedican al comercio no se da precisamente en este caso. Esta fiesta popular no tiene carácter de negocios -como la que realizamos en Buenos
Aires, o las de Madrid y Frankfurt, manejada por editoriales multinacionales que promocionan sus best-sellers y con ventas de libros a través de librerías establecidas en vistosos stands-. La Feria del Libro de la Habana es un verdadero encuentro cultural, sin protocolo de por medio, entre editores, autores y lectores. Allí se venden libros, pero a un precio asequible a cualquier bolsillo (los volúmenes más caros no pasan los diez pesos de nuestra moneda). De manera que el público hace cola para adquirir las obras de afamados escritores clásicos o contemporáneos tales como Cortázar, Eco, Hemingway, Neruda, Carpentier, Guillén, Borges y Lezama Lima y también de poetas y narradores locales pertenecientes a generaciones más recientes como Manzano, Curbelo, Pier Bernet, Heras León, López Sacha, Guerra y González Castañer.
Es necesario señalar que la cultura ocupa un lugar esencial en toda Cuba donde los encuentros y festivales dedicados se multiplican con regularidad. Paralelamente a la ya tradicional Feria del Libro, el cine, la música, el teatro y las artes plásticas, se suceden durante todo el año mostrando y proyectando la calidad de sus creadores. Así, en la última quincena de mayo se celebrará en La Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) el Festival Internacional de la Poesía y en el mes de junio en el centro cultural Dulce María Loynaz una exposición dedicada a Jorge Luis Borges y a Pablo Neruda en la que estamos colaborando.
Un comentario aparte merece la brillante presentación que se realizó de la novela La venganza de los patriotas de nuestro compatriota Miguel Bonasso, presente en la Feria. Otros invitados especiales fueron el mexicano Sergio Pitol, Premio Cervantes 2005, los argentinos Vicente Battista, Estela Caloni, Atilio Borón y Juano Villafañe, el teólogo brasileño Frei Betto, la venezolana Alicia Herrera y los poetas y escritores representantes de países del Caribe.
Varios pasos hacia adelante
Vivimos de memoria, recordando y aceptando dócilmente la realidad como si sus menores azares fueran inviolables y eternos. La última vez que pisé tierra cubana fue en 1995. Eran años difíciles. A raíz del bloqueo
impuesto por los Estados Unidos, escaseaban los alimentos; la llamada Ley Helms-Burton Act se hacía sentir arduamente sobre toda la isla. La Habana parecía una ciudad sitiada y bombardeada: oscura (por la noche no había iluminación), con edificios destruidos y sin restaurar, calles y veredas casi intransitables y sombrías, automóviles viejísimos que apenas se desplazaban por la falta de gasolina o cubiertas. Salir a las rutas para ir a las playas de Varadero o a cualquier sitio del interior era una verdadera aventura. La gente se las ingeniaba como podía para subsistir; sin embargo, la salud y la educación se las veía como prioridad: esas dos necesidades esenciales estaban debidamente cubiertas por el Estado. Invitado por mi tocayo, el poeta Roberto Fernández Retamar, director de la Casa de las Américas, di en esa oportunidad una charla en la prestigiosa institución cultural. Hablé sobre Julio Cortázar ante un público numeroso y conocedor de su obra. Ernesto Sierra, director de la biblioteca (enamorado de la Argentina y buen cebador de mates), me acompañó y fue mi guía durante la visita. A pesar de algunos contratiempos, me fui conforme con la visita, aunque no muy dispuesto a regresar.
Ya entrados en el siglo veintiuno, el recordado y entrañable Volodia Teitelboim, me recomendó, una vez que lo visité en su casa de Santiago de Chile, volver a la isla. “Te vas a sorprender”, me dijo. “Les cuesta mucho mantenerse, pero, poco a poco Cuba se transforma en un país moderno. Hay un injusto bloqueo de por medio que, como tú sabes, les impide el comercio exterior. Sin embargo, ese pueblo laborioso es admirable. Estoy convencido que saldrán adelante”. Confieso que no le creí demasiado; me pareció una mera expresión de deseo manifestada por el viejo dirigente comunista, acarreando agua hacia su molino. Casi veinte años después, con mis disculpas del caso y con bastante vergüenza (reconozco lo acertado que estaba mi llorado y bien leído amigo) he vuelto a pisar Cuba. No se ve miseria; hay pobreza es cierto, pero está repartida y dignamente y asumida por todos los sectores. Tampoco se ven mendigos ni desprotegidos en sus calles, durmiendo sobre cartones, como se ven en las nuestras. No hay inseguridad y se puede caminar por cualquier sitio de la ciudad con absoluta confianza. La gente se mueve con la alegría propia de los caribeños y el consumo se acrecienta. No hay analfabetos y la salud, de manera preventiva y eficaz se prodiga hacia todos. Cuba no es el mejor de los mundos, pero es un país grato para vivir donde cada uno se arregla con lo suyo y con lo que le corresponde. El turismo europeo es una constante que impone cambios y el país y sus habitantes lo aceptan y lo asumen de manera positiva.
El país que ahora visité es definitivamente distinto al que yo conocí cuando estuve por última vez en aquella crítica década del noventa. Los pronósticos de mi amigo comunista Volodia Teitelboim se han cumplido y Cuba despega asombrosamente.