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Un acto de fe

Por Pablo Mendelevich

«Falta mucho por hacer», un tic recurrente de la propaganda kirchnerista. Pero, ¿cuál es el programa de acción? La creencia en plataformas inasibles, de gobiernos que prometen larga permanencia.

Hasta hace unas semanas, quien ingresaba a la ciudad más grande del país por su principal acceso, la Panamericana, no podía dejar de ver un cartel anaranjado de la gobernación de la provincia de Buenos Aires. “Ya empezamos lo que falta y vamos a terminar lo que empezamos”, decía. No lo firmaba José Narosky sino Daniel Scioli.

Nada que extrañe demasiado: campaña permanente, culto a la personalidad, infatigable autorreferencia, proselitismo postelectoral. Sin embargo, pocas veces estuvo tan bien expuesto el concepto de finitud. La finitud aplicada a la tarea de gobernar.

¿Qué viene a ser “lo que falta”? ¿Gobernar es llegar a un destino donde se halla la felicidad colectiva? Si así fuera, no tenemos delante un problema sino dos. Hay que describir la meta para poder celebrar el día que llegue la “satisfacción total”, como le dicen quién sabe a qué en atención al cliente de Mc Donald’s. Pero sobre todo hay que preguntarse para qué queremos que después de los actuales gobernantes vengan otros si éstos van a dejar todo terminado. Decir que falta mucho por hacer, tic recurrente de la propaganda kirchnerista, sugiere finitud (algún día la labor se termina) y a la vez desliza la idea de larga duración (la tarea que resta es enorme y, ya sabemos, nunca debe cambiarse el caballo en la mitad del río).

Quizás hablar de “lo que falta” no suena tan mal en boca de alguien que empuña una hoja de ruta o en quien tilda en la agenda pública, de a uno, los objetivos ya alcanzados. En términos políticos eso se asocia con una plataforma partidaria, contrato con los electores que todavía se usa en algunos países donde los candidatos dicen lo que harán en caso de ganar; los electores toman nota de las promesas y junto con los representantes de la oposición, controlan. Pero nosotros no acudimos a fiscalizaciones ni cosas raras: confiamos. Justamente el verbo más usado en la reciente campaña de Scioli fue creer, que en castellano significa aceptar algo por cierto y también tener fe en las verdades religiosas. Un poco juega aquí nuestra proverbial repulsión a los planes, esa cariñosa relación argentina con la improvisación que muchos políticos combinan con el pragmatismo, y nunca se sabe cuánto hay de cada cosa. Otro poco pesan las enseñanzas que nos dejaron los últimos gobernantes.

 

Carlos Menem, por ejemplo, confesó un buen día que si hubiera dicho lo que pensaba hacer no lo votaba nadie. De la Rúa nunca explicó cómo proyectaba salir de la convertibilidad y junto con las esquirlas del uno a uno terminó saliendo él, helitransportado. Duhalde, sí, anunció algo concreto: “al que depositó dólares se le devolverán dólares”, promesa al cabo muy agradecida, aunque sólo por caricaturistas profesionales. Nunca más un candidato planteó metas orgánicas pasibles de ser verificadas mediante mediciones de homologación universal.

El último proselitismo de Cristina Kirchner se basó en mostrar a personas “comunes” con historias felices empolladas en las nuevas condiciones nacionales. De controlar el dólar, sacar los subsidios, reconciliarse con la Iglesia, admirar el liderazgo norteamericano, bajarles el techo a las paritarias, volver a militarizar el espacio aéreo o reformular la política empresaria de Aerolíneas –todo lo que sucedió en el primer mes postelectoral- ni jota. Tampoco al inaugurar su segundo gobierno frente a la asamblea legislativa la Presidenta consideró necesario dar demasiados detalles acerca de sus planes. Les reclamó a los legisladores por leyes pendientes, como la de tierras o la penal tributaria, pero, tras exaltar la excelsa prosperidad económica alcanzada durante su primer gobierno, lo cual consumió el 85 por ciento del discurso, no mencionó el detalle de que en 48 horas llamaría a extraordinarias entre otras cosas para renovar la emergencia económica. Paradoja digna de Ripley.

Mucha gente cree que las plataformas partidarias tuvieron el mismo destino que las enaguas, pero no es así. Las plataformas –he aquí una muestra cabal de parainstitucionalidad argentina- son todavía un requisito exigido por la justicia electoral a los partidos, cuyos apoderados suelen superar el momento con cháchara extraída de un manual de generalidades. ¿Cómo saber, entonces, qué se hizo y qué falta? ¿Qué falta –además- para alcanzar qué cosa?

Subyace en este asunto, desde ya, la cuestión de la normalidad. Si de veras somos un país normal con una democracia normal, lo que corresponde esperar que haya es una alternancia de gobiernos de diverso signo, los cuales administrarán la cosa pública en forma continuada. Pero nuestra democracia no rueda. Aun en la Argentina del siglo XXI, en la democracia de la que a menudo nos jactamos con rimbombancia, carecemos de series presidenciales ordenadas, uno de los lubricantes del sistema, según las ciencias políticas. Sólo tenemos recorridos escarpados. Los Kirchner, que desde 2003 se sucedieron entre ellos y a sí mismos, tuvieron la virtud, es cierto, de volver a poner en funcionamiento el reloj institucional, aunque sólo lo encendieron. Obsérvese que recién el 10 de diciembre pasado Cristina Kirchner completó el primer mandato regular de cuatro años ajustado a las reglas, pese a que la Constitución que dispone esa duración precisa del presidente ya tiene 17 años. Menem en su segundo gobierno y Kirchner no cumplieron mandatos regulares sino excepcionales, de emergencia: mandatos emparchadores. Rara continuidad, en nuestro país la emergencia siempre es más normal que la normalidad.

Basta ver que la serie más larga de presidentes institucionalmente ordenados -sin salidas traumáticas- que tuvimos fue de sólo cuatro: Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca… hace bastante más de cien años. La cultura de la alternancia no existe. O en todo caso está asociada con los golpes de Estado del siglo XX o con la inestabilidad institucional del siglo XXI. Sólo en 1999 un presidente que no había renunciado (vale la aclaración: en un sistema presidencialista una renuncia presidencial es un accidente indeseable) fue sucedido por otro de distinto color partidario. Pero los sucesos posteriores, otra vez estamos hablando de la descomposición del gobierno de De la Rúa, no contribuyeron a enaltecer esa última imagen de alternancia ordenada, sin duda la estampa más esquiva de nuestra historia.

¿Gobernar la Argentina será más difícil que gobernar otros países y por eso acá se requieren epopeyas, refundaciones, sacrificios, entregas heroicas, juventudes que insisten en prometernos la liberación (sin fecha) y gobernantes que avisan que falta mucho?

Procedente del management empresario, en los últimos años se puso de moda el verbo gestionar como sinónimo de gobernar. Desde luego, no significan lo mismo. Gobernar remite a definir el destino colectivo, mientras gestionar, por lo menos en el lenguaje corriente, está asociado con el tramiterío para conseguir que un banco le dé a uno un crédito. Se trata, entonces, de una devaluación semántica, en línea con la conversión de los partidos políticos en espacios y de los dirigentes en referentes.

Quizás la idea de gestionar aparece conectada hoy con la obra pública, un asunto más ligado a lo administrativo del poder. Y a lo mejor nos quieren decir que todavía faltan hacer muchas más escuelas, más hospitales, más comisarías, lo que en realidad no sería una concesión de los gobernantes al pueblo sino una administración -mejor o peor encausada- de los dineros públicos, implícita en la tarea de gobernar. Esfuerzo que habrá que seguir haciendo incluso el día que una alternancia le agregue calidad a la infinitud democrática, porque si hay algo que se renueva son las demandas.