Por Diego Rojas y Marina Dragonetti
Diez años atrás, el país vivía la peor crisis institucional de la democracia. El recuerdo de los saqueos, una escena emblemática de aquel momento.
Pasan pocos autos a mediodía por la calle Galileo, en Ciudadela, partido de Tres de Febrero. A mediodía, hay sobre todo transeúntes: chicos que salen de la escuela y regresan a sus hogares, algunos adolescentes sentados charlando en la sombra en una esquina, señoras que arrastran sus changuitos para hacer las compras. Varias de ellas entran en el supermercado chino de la cuadra. El letrero indica su nombre: Elin. Es el mismo que, una década atrás, fue saqueado mientras las cámaras filmaban los acontecimientos. Wang, o “Juan” –como lo conocían los vecinos– era el encargado del establecimiento y lloraba desconsolado mientras explicaba en cocoliche al micrófono de un equipo periodístico cómo era posible que su vida se fuera desmoronando en vivo y en directo para las cámaras de la televisión. Detrás suyo, un saqueador se llevaba entero un decorativo árbol de navidad.
La crisis económica que derrumbó al país a fines de los noventa tuvo su pico en aquellos días calientes de fines de 2001. El fin de régimen se expresaba en la fuga de capitales, quiebra de bancos, rescates estatales de los capitalistas, confiscación de ahorros, todo en medio de una recesión que se incrementaba luego de la devaluación del real en 1999 y un incremento de la pobreza que se hacía sentir en los estómagos y las estadísticas. El gobierno de Fernando de la Rua había asumido con un discurso honestista que no tenía en su programa recetas para enfrentar la crisis económica a tal punto que, luego de varios intentos fracasados que tomaban como variable de ajuste a los trabajadores, llamó al emblema menemista Domingo Cavallo para que ocupe el cargo de ministro de Economía. Antes había pasado la reducción de salarios estatales, la aprobación mediante coimas de la ley de flexibilización laboral y planes cambiarios inaplicables, circunstancias que se desarrollaban rodeadas de una desocupación gigantesca que iba en aumento. Los días previos a la navidad comenzaron a producirse saqueos a supermercados y comercios.
“Sí, acá fueron los saqueos”, dice Rosario, cajera del supermercado Elin. Ella trabaja hace un año en el establecimiento, pero sabe de lo ocurrido. “Cuando las señoras ven cómo aumentan los precios, se quejan y dicen: ‘Ya vamos a volver cuando sean los saqueos’, en broma. Y entonces cuentan cómo le sacaron todo al pobre señor”. El pobre señor es Wang, o Juan, que un día partió a su país después de cerrar el supermercado después de los incidentes, pero que luego regresó a la Argentina y, se dice, está instalado en Bahía Blanca. El nuevo encargado es Zen, un hombre parco: “No, no hay más saqueos. Hace diez años pasó”. Quien sí recuerda es Federico, vecino de siempre del comercio, que peina largas canas y memorias. “Vinieron de los monobloques. Fue un desastre. Yo estaba adentro, me quedé adentro de casa rumiando bronca porque qué otra cosa se podía hacer. Los chinos del supermercado estaban destrozados y mientras tanto seguían los saqueos”. Ventura es una vecina de toda la vida del barrio. “Todo sigue igual”, evalúa, y equipara la cuestión de la inseguridad a la de los saqueos. Mira hacia el barrio de los monobloques cuando explica el origen de todos los males. A pocas cuadras de allí.
La participación en la organización de los saqueos de punteros pejotistas, que propiciaban la resolución de la crisis mediante un recambio presidencial por uno de los suyos, es un hecho conocido. Incluso varios móviles televisivos fueron llevados a los lugares donde ocurrían los saqueos para que filmaran en vivo y en directo. Sin embargo, el hambre verdadero arreciaba: no existe forma de incitar a un hecho de esta naturaleza si las condiciones objetivas para su éxito no están dadas. Y estaban.
“Yo perdí todo”, dice Nancy, boliviana, de 36 años, que en el momento de los saqueos tenía un puesto de frutas y verduras dentro del supermercado de Wang. “Ese día no fui a trabajar porque se sabía que venían de los monobloques e iban saqueando, pero no me imaginaba que iban a entrar a robar todo ahí adentro, también”, dice señalando las instalaciones renovadas del supermercado. Se encuentra a un cuarto de cuadra. Nancy también volvió. “No teníamos nada. Mi marido también había perdido su trabajo en la construcción. Tuvimos que empezar de cero. Yo estaba embarazada”. Hoy, su hijo tiene 10 años, se llama Brian y la acompaña en su nueva frutería y verdulería. “Hace dos años la hemos abierto”, cuenta Nancy, “es difícil también, pero vamos intentando sobrellevarla”. Después de años de sacrificios, Nancy y su familia volvieron al barrio. A la misma cuadra donde lo habían perdido todo. Tienen esperanza.
Las imágenes de los saqueos conmovieron a la nación toda. El país de las vacas y de la manteca al techo se encontraba con la imagen real de su desidia: todo se derrumbaba, todo caía. El 19 de diciembre al caer la tarde el presidente Fernando de la Rua declaró el Estado de Sitio, medida que implantaba todo el rigor del aparato del Estado para acabar con el caos, a la vez que intentaba llevar tranquilidad a los sectores medios, que debían estar enfrentados con los más pobres, a los que verían como una amenaza. El plan fracasó. Esa noche, al ritmo del tun tún de las cacerolas, comenzaría el momento histórico conocido como “El Argentinazo”.