Por Gabriel Palumbo (@gabrielpalumbo)
La definición del pensador como consecuencia de sus posturas, su propaganda personal y gubernamental, posiciona a muchos de estos personajes del otro lado de la vereda.
La figura del intelectual, o más bien los atributos epocales que la definen, es siempre problemática. Más allá de la sobreestimación que en estos tiempos se tiene sobre la especialización y sobre la actividad de investigación y de claustro, los intelectuales son generalmente valorados por sus formas de intervención pública. Se pueden escribir textos más o menos complejos, se pueden dictar conferencias eruditas y participar en congresos, pero las presencias públicas -la forma en la que diseña su ingreso en el debate público- define la personalidad de un intelectual.
El gobierno kirchnerista ha utilizado con eficacia la intervención de los intelectuales amigos para dibujar el tono del relato, dotarlo de un manto épico y sobre todo, construir sus formas antagónicas. Sus rasgos populistas lo han llevado a construir su identidad a partir de la institución imaginaria o real de un “enemigo”.
En esta tarea, la figura de Ernesto Laclau ha resultado fundamental. Tanto por su indudable autorización académica como por su disposición a intervenir en el espacio público, el profesor de Essex es, de modo difícilmente discutible, el intelectual más importante del kirchnerismo. De allí que analizar su itinerario público puede ser útil para pensar al kirchnerismo, para hilvanar sus intenciones y, por qué no, adivinar sus grietas.
Laclau en la argentina hace unos años
En 1992 la patria estaba gobernada por el mismo partido que está gobernada hoy. En esos días Carlos Saúl Menem cumplía su tercer año de mandato y se dirigía, casi sin impedimentos políticos, hacia su reelección. Entre ese año y el posterior sucedieron muchas cosas: los dos atentados terroristas, la asunción de Cavallo como Ministro de economía, la declinación de la soberanía jurídica argentina en los temas relacionados con la deuda externa y la preparación del pacto de Olivos -el acuerdo firmado entre Menem y Alfonsín que le permitió al riojano acceder a su reelección-. Ya había pasado, para ese tiempo, el proceso más importante de privatizaciones.
Hacer archivo es una actividad delicada, es como recuperar el tiempo yendo para atrás, es un oxímoron vital. Mientras buscaba otra cosa encontré un material muy interesante. Un número de la revista “El color púrpura”, fechada entre diciembre del 92 y abril del 93. La revista, surgida de la vocación intelectual de estudiantes de la UBA de la carrera de Sociología resultó muy interesante. En el número 9/10 de la publicación, y con un valor de tapa de 3 pesos, escriben tres figuras que son hoy dignos sostenedores del poder kirchnerista. Luis Alberto Quevedo -que tras su paso por la densificación conceptual de “gran hermano” ofició de vocero de Daniel Filmus-, Horacio Gonzalez -animador de Carta Abierta y Director de la Biblioteca Nacional- y una nota, en realidad el desgrabado de una charla, del filósofo político Ernesto Laclau.
En esa nota de 1992, Laclau realiza una inteligente descripción, por momentos incluso crítica a sus propios postulados, de los nuevos sujetos políticos y de las características que asumen las prácticas colectivas de esas identidades novedosas. Obviamente, transita por su “Hegemonía y Estrategia Socialista” y hace un interesante rodeo para situar a la idea de hegemonía en relación con la noción de contingencia, estableciendo paralelos entre sus estrategias posmarxistas con el pragmatismo de Richard Rorty y con la deconstrucción en clave derridiana. En suma, un interesante artículo académico, sin ninguna valoración o interés político real, en una revista de sociología de la UBA, editada en 1992-1993.
Dicen que la distancia es el olvido…
El presente nos muestra otra versión del profesor Laclau. Los años populistas, los de la versión kirchnerista del justicialismo, tienen en el profesor Laclau un activo defensor del Gobierno y, por cierto, el más prestigioso autorizador de las lógicas confrontativas, beligerantes y poco democráticas que hacen a la identidad central de lo que se denomina pretenciosamente como “el modelo”.
Desde que el kirchnerismo existe como intento de marca cultural y política en la Argentina, las visitas del compañero profesor Laclau se han dado con la regularidad y la pompa de un rockstar. Cada año el pensamiento argentino vive su epifanía bajo la forma del “mes Laclau”. En cada oportunidad que está por aquí se dedica a dar conferencias en Ministerios, entrevistas en medios oficiales, recibir doctorados honoris causa y explicarnos, a todos, que el populismo es el nombre de la democracia en Argentina y en América del Sur. Lejos de sus antiguas posiciones cercanas a recomendar la alternancia en el poder, no deja pasar la oportunidad para recomendarnos las bondades de la reelección indefinida y del predominio de un partido fuerte, argumentaciones siempre regadas de un lenguaje guerrero, poderosamente belicista y militante.
En alguna oportunidad, el profesor Laclau avanzó en sus abiertas opiniones favorables hacia el gobierno marcando con clamorosa y exacta profundidad conceptual que “si prevalecen situaciones monopólicas o conservadoras, la guerra está perdida”. En el mismo sentido y haciéndose cargo de palabras de Chantal Mouffe sostuvo, con galanura pero sin originalidad, que el Gobierno construye un “ellos” y un “nosotros” y coloca en el lugar del enemigo a, cito al profesor Laclau, “El poder financiero de las corporaciones, claramente”.
Insistente, Laclau se animó a decir en otra entrevista que el Kirchnerismo rompió la matriz histórica del peronismo y también que hay que rescatar la transversalidad pero “no desde arriba”, sino “de base”, poniendo como ejemplo al ex Intendente de Morón, Martín Sabatella.
Laclau se esperanza con “La Cámpora” y cree que puede representar cosas muy importantes en la política argentina de los próximos años. Sin ruborizarse, dice que el gobernador santafecino Hermes Binner representa una “derecha decorosa” y arriesga, a modo de enloquecido futurista, que puede establecer una alianza con Mauricio Macri. Nos alerta, eso sí, que esa posibilidad aparece, por ahora, imposible. Inmediatamente, sostiene que Binner coquetea con Cristina y asegura que en el caso de no poder articularse por sus propios medios, la oposición debería ser diseñada por el propio kirchnerismo, ya que, como cualquiera sabe, en democracia, una oposición hay que tener. Como broche de oro, sostiene Laclau que Tomada, Rossi y Boudou son cuadros interesantes y, de paso, recomienda modificar la Constitución. La versión nacional y popular de Laclau termina con un implacable llamamiento a la reelección indefinida como registro particular de la democracia en América del Sur.
Discutir acerca de la verosimilitud de esos dichos es irrelevante y hasta ofensivo intelectualmente para nuestros lectores. Sólo diré que el Profesor Laclau debería pensar por un momento que si bien no todos fuimos, somos o seremos sus alumnos en Essex tampoco somos tan tontos como para no darnos cuenta que el gobierno sostiene otras situaciones monopólicas sin levantar la perdiz ni plantear apocalipsis para las ansias emancipatorias nacionales.
Filosóficamente hablando, las formas laclausianas comparten el espacio con un grupo importante de pensadores que creen en la filosofía como una suerte de pedestal o plataforma, un poco más o menos esencialista según el caso, desde donde se puede dotar a la actividad social de un entendimiento complejo y significativo. La filosofía de Laclau se inscribe, desde una posición post-marxista, en un esquema ontológico de explicación del mundo y la utilización de un lenguaje crítico, erudito y hasta incomprensible forma parte de una lógica analítica que, en definitiva, ve en la filosofía una forma superior de entender lo humanamente reconocible. Bastante inútil para la política, la sobrevaloración académica resulta muy eficaz para la creación autoritativa del saber como diferencia.
Pero la cuestión central, la pregunta más potente, es entonces, ¿Cuáles son las razones por las que Laclau, un filósofo respetado internacionalmente, que ha debatido con las primeras líneas de la filosofía política del mundo, se dedica, cada vez que viene a nuestro país, a decir tonteras, a argumentar de forma banal y a mentir deliberadamente sobre las posibilidades políticas de nuestro país? ¿Por qué alguien que tiene una forma de intervención seria y rigurosa en otros países se rebaja en sus giras argentinas a decirnos lo que nos dice?
Lejos de explicaciones psicologistas o esotéricas, creo firmemente en la hipótesis siguiente: Laclau desprecia la democracia Argentina, le parece un tema menor y así lo trata. Bien podría decirse que no está solo en esa empresa, pero viniendo de un actor de la relevancia de Laclau, la cosa se pone áspera. En su desprecio a la democracia Laclau, tal vez inadvertidamente, desprecia las luchas sociales que ayudaron a fortificarla y desprecia actores, sujetos, historias y sensibilidades. Si algo llama la atención y causa realmente curiosidad es ver cómo este desprecio encuentra tantos seguidores y aduladores y tan pocos espacios críticos.
Ensayo dos formas de explicación, a modo de precaria tentativa. Una de ellas tiene que ver con el ostensible hecho de que las palabras cada vez valen menos para argumentar sobre lo que sucede en la política del presente. Las palabras no conducen a ningún sitio y no modifican nada, por lo que se puede decir cualquier cosa, en cualquier momento. La comprometida contra-imagen de esto es que también se puede callar frente a cualquier cosa en cualquier momento y por cualquier motivo, incluso por puro aburrimiento. El interrogante, llegados hasta aquí, es cuánto resiste una democracia en donde la palabra ha perdido valor. Probablemente haya aquí un trabajo que hacer para los que nos dedicamos a usar las palabras como modo de expresar ideas.
Una segunda interpretación, si se quiere más ambiciosa en términos teóricos, tiene que ver con la tozudez del pensamiento argentino en negar la dimensión liberal de la democracia. Carezco del más mínimo temperamento proselitista en este y en casi cualquier punto, pero resulta innegable que el abandono por la consideración de la porción del liberalismo que anida en la construcción de la democracia nos quita argumentos para discutir frente a un post marxismo que encontró en la forma populista –y voy a usar dialecto laclausiano- el equivalente ideal para su falta de consideración hacia la experiencia democrática.
La nueva etapa del gobierno kirchnerista tras la victoria electoral de octubre viene marcada por el principio de unanimidad. Tanto los cambios en el gabinete –en donde el valor primordial fue la falta de criterio propio- como las medidas para controlar la circulación de las ideas y de las prácticas necesitan de legitimadores externos. La última contribución laclausiana en ese camino es la edición de una revista muy diferente a “El color púrpura”, a la que eligió llamar “Debates y Combates”.
Lejos del espíritu de la revista universitaria que publicara su conferencia en 1992, desde el nombre mismo de la nueva publicación argentina de Laclau nos llegan pistas indudables: El debate es entre quienes piensan básicamente lo mismo; frente al resto, sólo queda el combate.