Por Marcela Basch (@marbasch)
Un magistral relato personal de aquel diciembre de 2001. Cómo irrumpió el amor en medio de la crisis. Las tecnologías sociales de entonces.
I
Nos dimos cuenta de que las cosas no venían bien cuando nos reunieron en una sala para avisar que nos plegaríamos a la rebaja “patriótica” del 13 por ciento en los sueldos. No éramos exactamente empleados públicos, no para los aumentos, pero parece que sí para los descuentos. Trabajaba en el portal Educ.ar, una “sociedad del estado” con Domingo Cavallo en el directorio, Aíto de la Rúa en el sillón de director y todos sus amiguitos de la facultad de Derecho en cargos jerárquicos. Me había mudado sola hacía poco y, de 9 a 18, disfrutaba con inmenso placer de la banda ancha pública. No tenía mucho margen para reclamar por condiciones laborales. Desde la renuncia de Chacho Álvarez, nueve meses antes, era bastante claro que estábamos bailando sobre el Titanic.
En agosto hubo un día de calor insólito: casi treinta grados de térmica. Aunque, por suerte, no nos pagaban el sueldo en patacones, ganábamos menos que antes. En venganza, tampoco trabajábamos mucho; dedicaba mis buenas horas a la navegación libre. Me acordé de una canción que había escuchado la noche anterior por la radio. Quería encontrar la letra, pero en castellano, así que puse en Google “letras de Tom Waits”.
Uno de esos momentos que podrían no pasar nunca, pero que pasan y lo cambian todo.
Clic, y de repente, un sitio. Un texto, una voz. Hablaba de un cuaderno con letras de Tom Waits, pero también de “Fake plastic trees”, de Radiohead, y de las calles de una ciudad nevada, y de cómo cambia la vida con un pasaje de avión en el bolsillo. Era melancólica, pero tremendamente vital. Hoy hubiéramos dicho que era un blog, pero en 2001 no conocía esa palabra. Esa voz no decía su nombre, ni si era hombre o mujer, adolescente o viejo. Ni hablar de fotos.
Leí el sitio entero en una tarde interminable en la que no pude trabajar (ventajas del empleado público). Se ramificaba, cada imagen traía otro texto que llevaba a otra imagen. Me parecía de lo más creativo que había visto.
Me enamoré.
En ese calor irreal de fines de agosto, en esa oficina semipública, rodeada por los Aíto boys, me propuse escribir el mail más irresistible de mi vida. Si esa persona existía, y era hombre, y era soltero, y vivía en este país, tenía que conocerlo. Me quedé hasta mucho más de las seis.
II
¡Cu-cú! Uno o dos días más tarde, en el icq titiló un nickname desconocido. Coincidía con la primera parte de la dirección de correo que figuraba al pie de aquel sitio que me había atrapado. “¿Vos me escribiste un mail?”
Me fui de fin de semana y todo me hacía pensar en él. Todo lo que ignoraba me daba celos. Sabía que necesitaba un plan para intrigarlo al menos un poco. Lo pensé y arranqué el lunes: cada mañana, cuando llegaba a mi público y noble puesto de trabajo, dedicaba entre una y dos horas a pulir un texto donde le contaba mi sueño de la noche anterior. De repente tenía ganas de escribir, de ser mejor. Él, que no los había pedido, en general ni siquiera respondía los mensajes.
Hubo que esperar a que empezara un verdadero intercambio epistolar para conocer su nombre. Tuve suerte: existía y era hombre. Después supe que estaba en la misma ciudad. Lo googleé y vi que tenía unos años más que yo. La foto que encontré era mínima; cuando la quería ampliar con mis rudimentos de fotoshop, se pixelaba. De su estado civil nunca se habló.
III
Una mañana, mientras preparaba el mail diario, una compañera levantó la vista y dijo: Pongan Clarin.com, un avión chocó contra las Torres Gemelas. Las ventajas de trabajar en internet: todas las computadoras, en simultáneo, nos mostraron en vivo el vuelo del segundo avión.
Durante unos minutos nos preguntamos si desalojar la oficina, un organismo público. Finalmente nos quedamos. Mi madre estaba en Londres; decidí ir a hacerle compañía a mi abuela en ese estado de apocalipsis inminente. Antes de salir del trabajo, él apareció por el icq.
No sé qué me dijo. No importa. Estábamos solos y asustados y juntos, esa manera de estar juntos que hoy es tan familiar pero en ese momento era insólita.
Al día siguiente fue su cumpleaños. Le regalé una canción bajada de Audiogalaxy y un poema. Si no fue mi último poema le pega en el poste.
IV
Después vinieron los pasos de comedia: mencionar al pasar en el chat algo así como “toca fulano este fin de semana”, “dan tal película en tal ciclo”, y todo el proceso de convencer a una amiga para que me acompañara al lugar tal a tratar de adivinarlo entre la gente. Me sentía tontísima, pero feliz. Una compañera de Educ.ar me retó: “Vení a contarme cuando sea de verdad”. Pero era de verdad.
Él nunca preguntaba nada personal, ni mucho menos pedía fotos. Su primera pregunta fue si usaba gafas. La segunda, el nombre de mi gata. Éramos texto. Hiper romántico, pero me empecé a cansar. Me prometí que si al mes del primer contacto no nos conocíamos, iba a dejar de perder el tiempo.
Poco después, él me confesó que había pensando que si al mes del primer contacto yo seguía ahí, íbamos a conocernos.
Y así fue. Era el Día del Perdón.
V
Vamos a abreviar los detalles del pudor: un llamado telefónico rarísimo, un primer encuentro desconcertante, un disco mixtape con Sigur Ros como tercer tema que gastó la paciencia de mis compañeros de trabajo. Una segunda cita con película de Campanella, un encuentro semicasual en un bar. Y a la tercera cita, una película tristísima, una canción de Brian Eno, una copa de vino y plop. Nos quedamos pegados.
Era 12 de octubre, era viernes. El domingo nos separamos un ratito: yo fui a votar, él fue a la comisaría a declarar que estaba a más de 500 kilómetros de su casa. Nunca nos importó quién ganaba. Al día siguiente, los diarios hablaban del voto bronca, pero tampoco nos preocupó.
Empecé a llegar tarde a la oficina todos los días. Quizás por eso, ni me di cuenta de que el clima en Educ.ar era nefasto. Todos los días se hablaba de despidos, pero yo estaba en las nubes.
El romance tenía un componente trágico: mi amor era patagónico, y tenía comprado su pasaje de regreso para fines de noviembre. Octubre fue feliz, feliz, pero a medida que pasaban esos días eternos se me apretaba el nudo en la garganta. Un día me dijo que había pospuesto la vuelta una semana. Felicidad. La condena se prorrogaba hasta el lunes 3 de diciembre.
VI
Día a día las cosas estaban más espesas en la oficina. Yo ni me enteraba. De hecho fantaseé con que me echaran: me voy a pasar el verano a la Patagonia, aprovecho para rendir los finales que debo, después vuelvo y busco otro trabajo.
El 17 de noviembre, la censista nos encontró en casa, pero no nos animamos a censarnos juntos.
El riesgo país era la noticia de cada día. Una semana después, mi jefa, desde el escritorio de al lado, me escribió por ICQ: Dice mi mamá que saquemos toda la plata. Y nos levantamos juntas y salimos al banco. Llegué justo a sacar mis pobrecitos ahorros. Yo protagonicé una corrida bancaria con tres mil pesos.
Los días eran cada vez más difíciles en Educ.ar: la espera eterna de un condenado a muerte al que no le llega el verdugo. Prácticamente no teníamos trabajo. Yo estaba con mi propia crisis: mi verdugo venía el lunes 3 a las cuatro de la tarde, en forma de avión. Le pedí permiso a mi jefa para tomarme el día. Si total acá no va a pasar nada, le dije. Ese fin de semana ni nos enteramos que se declaraba el corralito.
VII
Lloré y lloré y lloré como nunca en mi vida, y al día siguiente volví a Educ.ar. ¿Pasó algo?, dije con los ojos hinchados. ¿Algo? ¡Todo!, contestaron. Mientras yo agonizaba en el baño de Aeroparque, habían echado al 80 por ciento de los empleados. Mis dos jefas habían renunciado. Pero yo, milagrosamente, contra mi voluntad, seguía teniendo trabajo. Probablemente porque mi sueldo era uno de los más bajos de la empresa. Con un 18,3 por ciento de desocupación, no me animé a mandar un telegrama.
Diciembre fue una agonía. Lo primero que hice fue abonarme a una empresa que se llamaba Telephone 2 y permitía reducir los costos telefónicos de larga distancia. De 9 a 10 se podía hablar una hora pagando sólo un minuto, así que hablábamos una hora por día. No tardé ni una semana en sugerirle, más bien rogarle, que me recibiera en su casa para las fiestas. Con las complicaciones que el corralito imponía, junté 480 pesos-dólares y los pagué todos juntos en Asatej, por un pasaje para el 22 de diciembre. Si la rutina en Educ.ar era una pesadilla, afuera era peor. El mundo se derrumbaba y nosotros nos enamorábamos.
VIII
Me convertí en una máquina de tachar días. Pero así y todo, llegué a notar que las cosas estaban raras. El miércoles 12 se escucharon los primeros cacerolazos, con apagón; yo estaba en la facultad. El jueves 13 empezaron los saqueos a supermercados. Desde el petit hotel que era sede de Educ.ar, en Azcuénaga y Santa Fe, todo eso se veía por banda ancha, lejano pero amenazante.
El miércoles 19 nos asustamos un poco; los saqueos llegaban a la ciudad. Yo volví a mi casa de Palermo; Plaza Serrano estaba tomada. Hacía calor, parecían murgueros. Me metí en mi departamento sin tele para hacer la llamada de las 9. Desde el sur, él me dijo: pensé que estarías en la plaza. Y yo, ¿qué plaza? Yo quería hablar con vos. Un rato después, De la Rúa dictó el estado de sitio. Lo escuché por la radio, hice mi mochila y me fui a dormir. Recién el jueves a la mañana me enteré de los muertos, las protestas, los gases, el Que se vayan todos, la renuncia de Cavallo.
IX
Fui a la oficina, pero al mediodía, con tanto muerto en las computadoras, empezamos a tener miedo. Era un organismo semipúblico, dirigido por el hijo del presidente, con Cavallo en el directorio; no sé qué temíamos, algún atentado, violencia. A media tarde dijeron que nos fuéramos a casa. Yo fui a lo de mi vieja, ahí cerca; mi hermano todavía vivía con ella. Juntos vimos por la tele la renuncia de De la Rúa. Después salí a la calle a comprarme una campera para ir a la Patagonia. Me metí en uno de los pocos negocios que todavía no habían bajado las persianas. En ese clima de fin del mundo, por la mitad del precio de una me vendieron dos.
No quería estar sola. Hablé con amigas para juntarnos. Me fui en bici hasta Colegiales; desconfiaba del transporte público. Vimos CQC, donde el idiota de Pergolini dio el programa que ya tenía grabado, con noteros que se pasaban de piolas con Inés Pertiné. Ni siquiera mostraron el helicóptero. Imbéciles. A medianoche, triste, me volví pedaleando. Lo llamé muy tarde. No tenía tele; prendí la radio pero no me di cuenta de la dimensión de lo que pasaba. Lo único que pensaba era: Por favor, por favor, por favor, que no cierren los aeropuertos.
Recién entendí al día siguiente, cuando mi hermano me contó cómo salió a la calle en Barrio Norte y terminó cantando el himno frente al Congreso. Pero ese viernes, con los veinte muertos ensangrentando Plaza de Mayo, también Educ.ar era tierra devastada. Una chica que estaba tercera en la línea ejecutiva nos sentó a los pocos que quedábamos en una pomposa sala de reuniones y pronunció una línea memorable: “Aíto dice que le encantaría estar acá con nosotros, pero que no va a poder venir por problemas familiares”. Como Cavallo, ya estaba fuera del país. La reemplazante pidió calma y aseguró que nuestros puestos no estaban en riesgo. A mí me importaba tres carajos; sólo pensaba en viajar.
X
El 22, de madrugada, me subí sola a un avión por primera vez. Antes de las diez estaba a tres mil kilómetros, abrazando a mi hombre, conociendo con mis ojos y mis pies una tierra que me parecía de cuento. Me presentó a sus padres y sus amigos, me mostró cada montaña y cada esquina de su infancia. Al día siguiente, una vida más tarde, vimos por Crónica TV –el único canal de noticias nacional que llegaba– cómo Ramón Puerta le tomaba juramento a Rodríguez Saá. Después se anunció el default y todo el Congreso aplaudió. Yo levantaba la vista y detrás del televisor veía montañas nevadas. Una suegra recién estrenada me alcanzaba un mate. El infierno porteño estaba muy lejos.
El lunes llovió, y vimos por la tele cómo Rodíguez Saá recibía a las Madres de Plaza de Mayo en la Casa Rosada. Me levanté del sillón para ayudar a mi suegra a preparar las ensaladas de Nochebuena. A las doce brindamos.
Los días siguieron intensos: excursiones, camping, frío, mucho mucho amor. Y cada noche, en la tele, las imágenes de un microcentro tórrido, de ahorristas veraneando con las sillitas en los halles de los bancos, de cacerolas y enojo y sudor. Rodríguez Saá sonreía. Apareció Grosso como asesor. Lo echaron en dos patadas. Ese viernes volvimos de un asado con cordero y vimos el Congreso en llamas. El domingo escuchamos la renuncia de Rodríguez Saá al volver del Parque Nacional; asumía Eduardo Camaño. La angustia me apretaba la panza: se me terminaban los días.
El lunes era 31. Acompañé a mi suegra a comprar las bebidas. Esperamos a las doce con la tele prendida; Buenos Aires era el infierno. Cuando se hizo la hora nos besamos y brindamos por los encuentros y los reencuentros. Mi suegra me dijo que era siempre bienvenida en su casa. Allá lejos, la gente brindaba en las asambleas.
Después fuimos a una fiesta en una casa increíble con vista a la bahía; él me presentó a muchísima gente como “mi señora”. Bailamos y bebimos y nos besamos. Enseguida empezó a amanecer atrás de las montañas. Volvimos con el sol alto de las cinco de la mañana y la angustia de saber que era la última noche. Antes de dormirnos, decidimos que él vendría a vivir conmigo. Pronto.
XI
“El primero de enero estaré donde no quiero ir”, decía una canción de Entre Ríos que escuchábamos esa primavera. Era el día de mi sentencia. Desperté sintiéndome una máquina rota. Él se rió: Tenés un ataque al hígado. El primero de mi vida.
Era un día hermoso, soleado, de calor, pero tenía que volver. Nos sacamos las últimas fotos en la costa. Me llevó al aeropuerto; yo sentía que me moría.
Aterricé después de medianoche, con 31 grados; en cuanto se abrió la puerta del avión se me pegó la humedad del río. Bienvenida al infierno. Me tomé un taxi y en casa prendí la radio, a oscuras. Era más de la una y el Congreso elegía un nuevo presidente. Me acuerdo del discurso enfervorizado, peronista, patotero de Pichetto. Cuando consagraron como presidente a Duhalde, cuando lo ovacionaron con bombos, apagué la radio y miré por la ventana y lloré hasta que me quedé dormida.
XII
Todavía paso las fiestas en el sur. Cambió el operador de cable y hay más opciones para ver la sensación térmica porteña por la tele. Igual, cada vez que brindamos y vemos los fuegos artificiales sobre Puerto Madero, me cuesta convencerme de que no sea una versión del infierno. Sigo odiando volver; especialmente el momento en que se abre la puerta del avión y ataca el aire caliente y pegajoso de la costanera. Por suerte, ya no vuelvo sola. Por suerte tantas cosas.
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