Por Liliana Isella (@Lilsmdq)
Los lectores de Plazademayo.com comparten sus experiencias de diciembre de 2001.
Diciembre me trae a la memoria las circunstancias por las que pasé esos días, cuando todavía vivía en mi ciudad natal, Olavarría. El pensamiento que me surgió mientras leía -nada novedoso, por cierto- es la abismal diferencia que implica el vivir en Buenos Aires o en una ciudad o pueblo del interior, aunque la distancia física sean unos escasos 400 km.
En diciembre de 2001, con mi habitual sentido de la oportunidad comercial -mi hazaña anterior había sido abrir un mini mercado en 1989 justo un par de meses antes de que se desatara la mayor hiperinflación de la historia- estaba inaugurando un salón de fiestas para aprovechar un local anexo a la vivienda.
La expectativa estaba puesta en los festejos de fin de año, cuando suelen hacerse reuniones de amigos y compañeros de trabajo, ya que el salón contaba con una cómoda parrilla interior. Era, hipotéticamente, un buen momento para empezar con éxito el emprendimiento. Pero Diciembre avanzaba y las consultas por el local no cuajaban en reservas efectivas, el clima era de gran amargura, la gente no tenía ánimo ni plata para festejar.
Aunque por momentos corrían rumores alarmantes y los supermercados se pusieron en alerta máxima, no llegaron a ocurrir los saqueos anunciados. La peor parte de esa historia los habitantes de Olavarría la vimos por televisión.
El 19 a la noche estábamos con mi hijo menor, que entonces tenía 10 años, mirando sorprendidos el cacerolazo en Capital. Se hablaba de manifestaciones similares en todo el país. A eso de las 12 de la noche, imbuidos de fervor patriótico alentado por las diatribas que ciertos conductores de televisión lanzaban desde la pantalla, nos colgamos en la espalda las banderas argentinas que habían quedado de algún mundial de fútbol y salimos a la calle camino al centro, que quedaba a unas 15 cuadras. Por nuestro barrio, nada, todo era calma y silencio. Ni un alma en la calle. Seguramente -nos decíamos- la movida era en el centro.
Nos llamó la atención que no se vieran luces tras las ventanas de las casas, todo estaba cerrado. “En la plaza tiene que haber una manifestación, aunque sea de cuatro gatos locos”, le decía a mi hijo, aunque faltando poco para llegar ya sospechaba la verdad. No había nadie. ¡Nadie! Nos volvimos rumiando insultos en contra de nuestros aletargados coterráneos y escondiendo las banderas por si nos cruzábamos con alguien. Lo que imaginábamos un acto patriótico terminó con un retorno solitario y vergonzante.
Así vivimos en una ciudad de la provincia, muy parecida a cualquier otra, los sucesos de diciembre 2001. Sin estallido, sin cacerolazo, pero también sin violencia ni saqueos. Observando todo como si fuera un escenario, otro país, otro lugar, otra historia, la que solo se desarrolla, para bien o para mal, en la gran ciudad.
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