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Haroldo y las aletas de tiburón

Por Aníbal Ford

Plazademayo rescata el artículo publicado en El Porteño de 1984. ¿El motivo?: nos acordamos.

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La figura de Haroldo se me volvió fuerte durante estos años. En situaciones amargas, despiadadas, jodidas. Eran imágenes. Haroldo frente a la parrilla que tenía en la terraza de la calle Fitz-Roy, ahí donde se lo chuparon; frente a una gran parrilla repleta de chinchulines. Mirando tiernamente cómo crepitaban las achuras y agarrándose la busarda con las dos manos. Desde ahí, desde esa terraza, veíamos a veces en las tardecitas de ese denso verano del ’76, un espectáculo casi atemporal: la vuelta de los mateos de Palermo, al trote desganado, rumbo al corralón de la calle Bonpland. Ahí también comenzamos a razonar el negocio de la aleta. Negocio que ya nunca podrá realizarse.

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Después de la desaparición de Haroldo el asunto de la aleta de tiburón se me fue transformando en un oscuro punto de referencia, pertinaz y recurrente. Cada vez que desde el ochenta para acá, aparecía alguien pidiéndome que participara en algún proyecto «tipo» Crisis o que testimoniara sobre la revista, yo paraba el asunto: eran otros tiempos y otras necesidades culturales. Pero de cualquier manera se me movían los tantos. Y aparecía Haroldo. Y no en la redacción de Crisis sino durante el viaje de la aleta. Su último viaje atorrante. Lo veo, yendo al Sur, en una parada en Sierra de la Ventana sentado en la puerta trasera de la pick-up, desenvolviendo con cuidado un paquete y diciendo con cariño: —Mira el queso de chancho que me traje de Chacabuco. Me lo preparó la vieja.

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Todas las tardes de mayo o de junio del ’76 venía la madre de Haroldo, doña Petronila, a la redacción de Crisis. Nos miraba a los ojos, nos agarraba las manos, nos preguntaba: Decime, ¿dónde está mí Haroldo? Decime, ¿qué hicieron con mi Haroldo? Ella no sabía que comenzaba a transitar el más duro de todos los caminos: el de la muerte de un hijo sin fecha, sin lugar, sin nombre.

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Dice Haroldo:
Mi madre abre la hornalla y echa una leña. Su cara se enciende con un color rojizo, como los árboles del atardecer, como el álamo que amó mi padre. Sus manos se iluminan hasta el blanco, de un lado, y se oscurecen del otro. Su piel está algo más arrugada, cubierta de grandes pecas marrones. Mi madre ha envejecido otro poco este invierno. Yo lo veo en sus manos porque su cara sigue siempre la misma para mí. El fuego de la hornalla se la arrebata, inflama el borde de sus pelos y mi madre sonríe. Me sonríe a mí que en estos momentos, a doscientos kilómetros de mi casa, pienso en ella al lado de la continua No. 2. Su rostro se enciende y se apaga como una lámpara en el inmenso galpón entre bobinas de papel y cilindros relucientes, contra la guía puente que se desplaza con lentitud sobre nuestras cabezas, mi madre, alta lámpara perpetuamente encendida en mi noche, mi madre.

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Fue Haroldo, hacia mediados del ’75, el que planteó el negocio, junto con un amigo venido de La Paloma, del mundo de Mascaró.

Había descubierto que a los japoneses les gustaba mucho una comida preparada con las aletas de tiburón. Como aquí en los secaderos o en los lugares donde se industrializa el cazón, la aleta se tira, la idea de Haroldo era la de salir a relevar la costa, para ver si podíamos comprar dos o tres toneladas de aleta, enfardarla—el sistema de enfardado ya estaba listo—y exportarla a Japón. Se pagaba muy bien. Casi era una posibilidad de salir de la «mishiadura» que en estos años fuleros nos acosaba.

Y fue así que nos largamos a recorrer los puertos de Bahía Blanca para arriba. Salimos una madrugada, silenciosa y celeste, de la calle Fitz-Roy, rumbo al sur. Pocas veces lo vi tan contento a Haroldo, como sacándose esa tristeza, esa «andrajosa melancolía» que muchas veces lo acosaba. No había cosa que le gustara más que andar jodiendo por los caminos: meterse en el «suceder» y en la incertidumbre y celebrarlo. Y se me viene Mascaró:

Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va; ¿Por qué digo esto? Porque lo mejor de la vida se gasta en seguridades. En puertos, abrigos y fuertes amarras. Y es un puro suceso, eso digo. ¿Eh, señor Mascaró? Por lo tanto conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración. Alzó la jarra y bebió.

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Ahora veo el informe detallado sobre los puertos recorridos, sobre los sistemas de pesca o salazón puestos en práctica, sobre el uso posterior de los hígados, los cueros, la cola, las aletas…(Es de noche y hace un frío de la gran puta. Anduvimos tres horas tratando de ubicar un frigorífico cerca de Monte Hermoso. Yo filtrado de manejar, me quedo dormitando en el pick-up. Al rato, en medio de la oscuridad, reaparece Haroldo, puteando, casi indignado: -Mira lo que hizo éste… vendió las lanchas, dejó el mar y ahora se dedica a la exportación de liebre congelada a los alemanes…Te das cuenta cómo agarró la fácil…Claro, una cosa es cazar liebres y otra pelearle al mar… Lindo nos va a ir si todos en la Costa hacen lo mismo… ¡Mira que vender liebre congelada!)

Repaso las fotos, los diapos. Haroldo en la Sierra de la Ventana apoyado contra un cartel que dice «Peligro de derrumbe». Haroldo en el puerto de Necochea, sobre el Quequén Grande, sentado sobre el sostén de las amarras. Detrás los silos y un gran barco rojo. Se lee el nombre: Aldo Bari; Haroldo meando en el camino mientras cargamos nafta con un tambor de doscientos litros que nos habían prestado para poder seguir porque había un paro; Haroldo en medio del saladero de Claromecó, apoyado en una de esas enormes barcazas que cargadas de trasmallos salían a pelear la rompiente ayudadas por tractores y percherones. Me detengo en una diapositiva. En el fondo se ven las bochas, las anclas y más acá, como hablando para acá, como explicando a los giles, Haroldo, fuera de foco. Digo como explicando porque Haroldo sabía del mar y de sus trabajos. Lo he visto cruzarse con baqueanos que al principio lo miraban como de afuera, desconfiados; que le tiraban preguntas cargadas. Pero Haroldo aguantaba, despacio iba mostrando sus cartitas, tranquilo, hasta que alguien de la rueda decía: -Se ve que el hombre sabe…

Y ahí la cosa entraba en calor y se armaba la relación.

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Acotación: y no sólo del mar sabía Conti. Pertenecía a un perfil de intelectual argentino en el cual juega un papel fundamental el trabajo primario, la habilidad, la invención, el pionerismo. Líneas antes, había elegido vislumbrar a la madre desde un depósito, entre cilindros, continuas y bobinas de papel, desde el trabajo. Esta relación con el trabajo—pienso en Quiroga, en Gudiño Kramer, en algún Dávalos, en Wernicke, en Arlt y en tantos otros— generalmente queda marginada en el análisis de la obra de estos escritores como si no constituyera un núcleo básico, central tanto de ellos como de nuestra cultura; como si se escapara que ellos, más que marginados, son los emergentes de un sector social industrioso y aventurero, siempre en crisis, siempre caído en el fracaso a raíz del peso estructurador de la Argentina agropecuaria, o de la Argentina portuaria y comercial. O, lo que es peor, de sus correspondientes lucubraciones culturales.)

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Vuelvo. Leo la fecha del informe sobre el viaje y veo que lo realizamos poco después de las amenazas de las tres AAA a Crisis. En esos duros días, Haroldo había estado firme junto a nosotros. Lo veo moviéndose en la redacción, buscando apoyo, juntando firmas. Como Fermín Chávez, como muchos otros, era de fierro en los momentos difíciles. Y me veo a mí, que me había tocado recibir el ultimátum, metiéndole con Eduardo para que saliera la revista, para no achicarnos, y hasta contestando a las AAA en el articulito sobre la muerte de Fiorentino…

Sin embargo poco después andábamos jodiendo por Bahía Blanca, por Monte Hermoso, por Necochea, por Claromecó, intentando levantar cabeza con el curro de la aleta. ¿Qué andábamos buscando? ¿Detrás de qué iba Haroldo?

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Haroldo estaba claro o jugado en su compromiso político, sobre el cual no voy a hablar porque ahí hondas diferencias nos separaban. Además, ni sé, ni me corresponde, y menos aquí. Sí, en cambio, me corresponde detenerme en búsquedas, en planteos, en problemáticas de Haroldo que son, desde mi punto de vista, eminentemente políticas y que no quisiera que se confundieran con lo literario. Porque detrás de la salida a los caminos, de su relación con la gente, de su manera de ver al hombre y a sus trabajos, de explorar sus memorias, creencias, recuerdos y sueños, subyace una propuesta, una concepción humanista de fondo que trasciende su literatura. Y esa posición persistió en él hasta el final. Está claro en sus últimos libros. Me vuelvo y repaso viejas declaraciones de Haroldo. Por ejemplo: «Personalmente tengo una posición tomada no sólo en el terreno político (algunos limitan el compromiso a eso y se olvidan del resto del hombre) sino en todo lo que importa una decisión moral». O si no, ésta: «Libertad… aquella reserva de indeterminación e imprevisibilidad que alienta en el hombre cuyo contenido y significación podrá otorgárselo él solo…» O si no: «Son tantos los cabos sueltos que uno no puede atarlos todos. Acepto inclusive la posibilidad de contradicciones, cosa que no me desmoraliza, porque no me preocupa la rigidez de mis posiciones mentales».

Este manejo abierto de sus concepciones, repito, lo mantuvo hasta el final. Y creo que es el que lo encuadra en una visión mayor de la política. Más sabía, decía un importante pensador argentino de los años ’70, injustamente olvidado. O sea Varsavsky: «Resignarse a actuar sin tener seguridades en los resultados—decidir en situaciones de incertidumbre— parecería ser un ingrediente esencial de la madurez». Se entiende: de la madurez política. Y Haroldo, sus últimos libros, La balada del álamo Carolina, Mascará, tienen mucho que ver con esta visión abierta de lo político, no muy respetuosa de aprioris en el avance, en el conocimiento de la realidad; pero no por eso menos jugada.

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Por eso la bronca de Haroldo cuando presentó su libro en Chacabuco y cayeron, en medio de la fiesta, algunos escritores de Buenos Aires que le criticaron su literatura— al uso de la crítica hiperideológica y anticultural de esos años—por subjetivista, mítico, marginal. La indignación de Haroldo fue grande:

—¿Cómo me vienen a criticar mi libro en mi pueblo?— decía, que era como decir ¿cómo no se dan cuenta de que estoy explorando identidades, memorias, saberes, relaciones que están en la base misma de la política?; ¿cómo no se dan cuenta de que ésta es mi casa, de que ésta es mi mesa, de que éstos son mis amigos, de que es imposible pensar lo político sin respetar estas relaciones elementales y básicas?

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Por eso también su sabia flexibilidad ideológica. Recuerdo que una mañana cayó en la redacción, cuando Guillermo Gutiérrez estaba preparando un servicio sobre el Padre Castellani. Y se vino con una fotito de cuando era seminarista en el Metropolitano donde estaba el viejo peleador nacionalista.

—Dame que la pongo —le dije.

—No jodás, que después los muchachos me van a cargar—.

Pero lo convencí. Y la foto salió con ese texto sobre el

Padre Castellani titulado «Era nuestro adelantado». Su último texto publicado en Crisis, en mayo del ’76, justo cuando se lo llevaron. Ahí Haroldo rendía homenaje a Hernán Benítez, aquel cura, confesor de Evita, crítico de la cultura oligárquica y que hacia los años ’50 planteara en la Argentina una de las primeras definiciones fuertes de la cultura como solidaridad. Y también a Castellani, en quien reconocía una de sus primeras influencias:

Creo que lo que más me llegó fue su estilo, sobre todo en el rebate a Gar-Mar, porque por primera vez observé que se podía expresar cualquier cosa en un lenguaje argentino. Imagínense ustedes citar a Culacciati y al vigilante de la esquina en un trabajo sobre Kant e incluso encontrar en ese mismo trabajo frases como esta: ¡Huá tigre viejo grandote potí!

¡Qué cruce entre Haroldo y Castellani! Qué se iba a imaginar Haroldo que pocos días después sería el Padre Castellani el primer escritor argentino en denunciar con todo su caso y plantearlo al propio Videla en aquella famosa entrevista que él mismo testimoniara en Crisis 39. Allí Castellani, como lo hubiera hecho Haroldo, manda al diablo los problemas específicos («la preocupación central de un escritor nunca pueden ser los libros», afirmaría después) y se limita sólo a plantear el problema de Haroldo. Nexos de fondo. No ajenos a la impronta cristiana que campeaba en el espíritu de Haroldo. Cuando murió estaba escribiendo un cuento, que no sé si Marta pudo conservar, que narraba un gran asado en el cielo. Y ahí había colocado a los cumpas, a la izquierda del Señor, cada uno con un clavel rojo en el ojal.

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Por eso también sus viajes. Su necesidad de contacto con los caminos, con la gente común, con el trabajo, con el país, con América. Su necesidad de sentirse más que escritor estrella, o escritor guía, o escritor Mesías, o escritor de línea, simplemente, un intercambio, un comunicador de memorias, un correo de la identidad cultural y territorial, un buscador de la justicia desde lo que pensaba y sentía la gente. Y voy a Haroldo.

Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a 600 kilómetros de aquí, mi amigo Livio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, sólo que en otro sentido, y si el mar se lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez de invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan sólo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el ñaco, es decir, yo, 600 kilómetros más abajo en el mismo atardecer. Y entonces yo me pregunto a mi vez qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado, y dice que está en la Gran Cosa, la misión, y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida, y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir, la de Lirio, por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida. Y aquí me paro porque siento que no sé si a 600 kilómetros como Lirio Rocha, o si en un lugar mucho más lejano, Haroldo me mira, se sonríe y me carga por estas pequeñas cosas que se me ocurre lucubrar a raíz de ese errante viaje de la aleta.


 

Comments

  1. jekan_oeste says:

    aplausos con dos aletas de tiburón espero los escuchen desde el cielito criollo de Haroldo ¡¡¡ Haroldo y Anibal a la fresca de una nube ¡¡¡¡ soñando con volver auque nunca se fueron ¡¡¡ aplausos de tiburones ¡¡