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El límite de las alianzas en la oposición

Por Sebastián Tafuro – Sociólogo (@tafurel)

Sebastián Tarfuro ilustra con dos ejemplos históricos, la Unión Democrática y la Alianza, las dificultades políticas para construir alianzas viables.

Ese mundo loco mal llamado “oposición” -porque ya lo dijimos: son muchas y variadas- tiene un único objetivo de cara a las elecciones de octubre: intentar ganarle a ese monstruo que hoy parece ser el oficialismo en su vertiente cristinista. Camino a esa fecha comienza a generar algunos movimientos que le posibiliten concretar ese anhelo. Pero se ha chocado de frente contra un obstáculo harto evidente, producto de su propia diversidad: la noción de límite que muchos dirigentes de ese conglomerado han esbozado a lo largo de los últimos días.
¿Qué es el límite? Significa, entre otras cosas, “hasta acá llegué. Más allá de esta raya, yo no cruzo”. En términos políticos, “con ese yo no voy ni a la esquina”. Y está bien que así sea. Porque, por más que se encuentren relativamente veladas, ya sabemos que Fukuyama se equivocó: las ideologías existen y su sentido identitario no está dado por el pacto sino por la confrontación.
En la Argentina se han dado dos grandes experiencias en que la unión a partir del espanto desembocó en frentes electorales cuyo propósito central era derrotar a un adversario poderoso y denostado. Ambos ejemplos históricos finalizaron pésimamente, aunque uno de ellos “disfrutó” de las mieles del poder por breves dos años. Nos referimos a la Unión Democrática en las elecciones de 1946 y a la Alianza en 1999.
En el primer caso se trató de una confluencia entre socialistas, conservadores, radicales, comunistas y un largo etcétera que quiso impedir la consagración del “aluvión zoológico” peronista, el cual -según las ideas y pensamientos de seres tan disímiles como los partidos que lo integraban- venía a implantar una especie de régimen fascista, similar a lo que había ocurrido en algunos países de Europa en los años previos y durante la Segunda Guerra Mundial.
En el segundo ejemplo, un radicalismo en declive y el FREPASO, una escisión justicialista que se opuso a las políticas neoliberales propugnadas por el menemismo, fueron los dos grandes actores de una alianza -valga la redundancia- que, con un discurso acentuado excluyentemente en el aspecto corrupto y degenerativo del gobierno del Carlo, arribó al Ejecutivo a fines del siglo pasado. Sin tocar una coma del régimen de la convertibilidad, la unión -que se había comenzado a forjar tras las presidenciales del ‘95, donde el Partido Radical hizo su peor performance electoral hasta entonces, y el FREPASO se posicionó como la opción “progresista” a Menem, aunque lejana en el plano de los votos- estuvo generada en la indignación que provocaban algunas prácticas menemistas -desde la obscenidad del “pizza con champagne” a la “maldita policía” de la provincia de Buenos Aires, pasando por la farandulización festiva de la época- y no en algún tipo de programa alternativo. Muy poco tiempo después, quedó muy claro que la génesis había determinado el desenlace.
La resolución entre un “no hay dos sin tres” o “la tercera es la vencida” parece inclinarse hacia esta última. No porque si sucede, va a ser exitosa. Sino debido a su improbable realización. Más allá de que cada semana que transcurre, un posible candidato opositor deja de serlo, no es en pos de un mega-acuerdo unificado tras una o dos figuras, sino que significa la impotencia de aquel que se percibe sin chances reales.
Las tentativas de Ricardo Alfonsín parecerían desmentir lo antedicho. Pero su extensión tentacular hacia la derecha PRO o “colombiana” puede dejar heridas en su núcleo social-demócrata que deriven en un nuevo agrupamiento -con Binner a la cabeza-. Y si la obstinación -o certeza política-moral, quién sabe- de Carrió persiste, tendremos tres o hasta cuatro fuerzas disputando con el oficialismo.
Desde un sentido pragmático, el FPV-PJ puede relamerse. Desde un sentido ideológico-programático, es un síntoma positivo que “la confluencia gracias al espanto”  no se logre. Un mínimo respeto por las identidades político-partidarias, por más diluidas que éstas puedan encontrarse, puede visualizarse como un signo vital de una democracia que se precie de tal. Lo otro es basura y futuro desencanto.